jueves, 17 de abril de 2008

EL GRITO DEL ULTIMO HOMBRE: UN GRAFFITI

" Seamos realistas, pidamos lo imposible"

Hace ya cuatro décadas, en mayo de 1968, se verificó un acontecimiento singular. No se trataba de una “revolución” en su sentido clásico. Los discursos y las demandas planteadas, en primer lugar, por estudiantes, estaban más próximas al surrealismo que al marxismo ortodoxo que prevalecía en aquellos años. En este sentido, la revuelta del mayo francés fue un fenómeno que escapó a la racionalidad social y política inmanente a la “Guerra Fría”. Podríamos aventurar que el mayo francés fue un “exceso” y en tanto tal incomprensible en su momento.

Como toda revuelta, el mayo francés clausura un momento histórico anterior a él e inaugura un mundo otro. A nuestro entender, asistimos al grito del último hombre ante el advenimiento de los rinocerontes, tal como imaginó Ionesco. Mayo de 1968 marca el ocaso de cierta tradición académica burguesa de talante filosófico humanista e ilustrada. Paradojalmente, esta clausura histórico - cultural no significó el advenimiento de una sociedad libertaria basada en la autogestión. Por el contrario, de ambos lados del muro que dividía Europa la reacción no se hizo esperar: finalmente, los rinocerontes heredarían la tierra entera.

En el llamado “Mundo Libre” los sucesos de mayo de 1968 constituyeron el punto de arranque para una sociedad performativa que encuentra hoy su fundamento en la reestructuración del capital a escala global. En el llamado “Socialismo Real” los sucesos de mayo 1968 constituyeron el punto de afirmación de la doctrina oficial frente a los “excesos”, tanto a nivel nacional a través de la equívoca actuación del Partido Comunista Francés, como a nivel internacional aplastando la “Primavera de Praga”. En aquel mundo bipolar, el mayo francés constituyó un “exabrupto” incomprensible y por lo mismo, condenable.

Los estudiantes de La Sorbonne que levantaban barricadas en las calles de París no nos legaron catecismos, parábolas ni manuales ideológicos. El grito de esta última generación de hombres, en el sentido fuerte de “sujetos” del humanismo, no se profirió a través de “libros”; los libros ya habían sido escritos y divulgados desde hace décadas, Sartre, Castoriadis, Lefebvre, por no mencionar a André Breton o a Rimbaud. El grito del último hombre tomó el tinte lúdico heredado de las vanguardias y de la publicidad propia de una sociedad de consumo, fue a su manera un grito vanguardista y pop: los “graffiti”.

La palabra graffiti es de origen italiano y se la define como una pintura o dibujo anónimo de contenido crítico, humorístico o grosero escrito en paredes o muros de lugares públicos. Hagamos notar que se trata de un medio de comunicación parásito emparentado con el “cartel” y las eslóganes publicitarios, aunque también con los rayados de letrinas.

El graffiti irrumpe en el espacio público como un signo “fuera de lugar”, una voz que no sirve al capital ni a una ideología reconocible. Como el “piropo” y la grosería, el graffiti crece anónimo en una sociedad de masas, el graffiti es plebeyo y al mismo tiempo deletéreo y burlón. No obstante, el graffiti comunica y da testimonio de un imaginario.

Intentaremos reconstruir, aunque sea muy someramente, aquel anónimo imaginario de sus protagonistas, aquel que desató una revuelta que convulsionó a un país y se escuchó en el mundo entero. Organizaremos, pues, nuestra exposición como un breve comentario a algunos de aquellos graffitis cuyos ecos todavía resuenan como un grito y una carcajada del último hombre.

“Cambiar la vida. Transformar la sociedad”

Mirado en perspectiva, el surrealismo recoge un espíritu epocal y lo transforma, casi como una reacción contra el dadaísmo, en una doctrina y un método. En este sentido, la herencia surrealista alcanza como un patrimonio común a todos los planos expresivos del arte hasta nuestros días. Muchos de los preceptos planteados por Jarry, así como las agudas intuiciones de Apollinaire y Vaché, para no mencionar la iconoclastia y la rebeldía de los dadaístas, se encontrarán incorporados como parte constitutiva de la nueva doctrina que los va a enriquecer otorgándoles un marco conceptual de referencia en el psicoanálisis.

Si bien la palabra surrealismo se asocia de inmediato a la estética, debemos aclarar que se trata de una visión que, en rigor, excede con mucho el dominio artístico, en su sentido tradicional. Cuando los surrealistas hablan de poesía, se refieren a una cierta actividad del espíritu, esto permite que sea posible un poeta que no haya escrito jamás un verso. En un panfleto de 1925 se lee: “Nada tenemos que ver con la literatura.... El surrealismo no es un medio de expresión nuevo o más fácil, ni tampoco una metafísica de la poesía. Es un medio de liberación total del espíritu y de todo lo que se le parece” Las metas de la actividad surrealista pueden entenderse en dos sentidos que coexisten en Breton; por una parte se aspira a la redención social del hombre, pero al mismo tiempo, a su liberación moral. Transformar el mundo, según el imperativo revolucionario marxista; pero Changer la vie como reclamó Rimbaud; he ahí la verdadera mot d’ordre surrealista. Pocas veces el espíritu humano ha alcanzado tales cumbres en su reclamo de libertad total y plena. Por ello Walter Benjamin llega a decir: “Pero la verdadera superación creadora de la iluminación religiosa no está, desde luego, en los estupefacientes. Está en una iluminación profana de inspiración materialista, antropológica, de la que el haschisch, el opio u otra droga no son más que escuela primaria”

Para realizar tan portentosa tarea, Breton propone un método, la exploración sistemática del inconciente. La liberación que se busca está en reconciliar al hombre diurno con aquel que habita en los sueños. Es en el sueño donde está l’inconnu, le merveilleux; más allá de la lógica y la razón. Es evidente que Breton aplica en el surrealismo muchos de los conocimientos desarrollados por el psicoanálisis de Sigmund Freud en las primeras décadas del siglo XX.
No cabe duda que Breton y el surrealismo constituyen una de las claves para comprender el carácter de la revuelta del 68. Se trató, qué duda cabe, de una generación lúcida, cuyo reclamo excedía todas las posibilidades de un mundo marcado por la racionalidad moderna. En este sentido, esta generación de jóvenes franceses comparte con toda la contracultura psicodélica un vocación antimoderna de filiación anarquista en que, como sostuvo Bakunin, la pasión de la destrucción es al mismo tiempo una alegría creadora.

“¡Viva la Comuna¡”

Paris fue la capital donde se escribió la prehistoria moderna durante el siglo XIX. Sin embargo, se suele olvidar que Paris fue también el lugar donde el espacio urbano escenificó la confrontación social. Bastará recordar esa otra calendariedad para advertir que Paris fue a su modo la “capital revolucionaria” del siglo XIX: Insurrección y combates de barricadas de 1830 – 1848; la Haussmanisación de Paris como embellecimiento estratégico (1860 – 1870) y, desde luego, La Comuna en 1871.

Si los historiadores reconocen un nexo entre la Revolución Francesa de 1789 y La Comuna de 1871, lo mismo habría que hacer entre La Comuna de 1871 y Mayo de 1968. En ambos momentos históricos, la inspiración anarquista se ha hecho explícita. La polémica figura de Proudhon, entre otras, atraviesa ambos sucesos. Recordemos que la conocida obra de Marx, “La miseria de la filosofía” no fue sino una respuesta dialéctica a las tesis proudhonianas. De hecho Marx, afirmó que Proudhon no comprendió nunca la “dialéctica científica” y, por lo tanto, no pudo ir nunca más allá de la “sofística”.

Las revueltas de mayo de 1968 reclaman su parentesco con La Comuna, los jóvenes estudiantes se sienten herederos de aquella tradición proudhoniana no marxista, aunque antiburguesa. Su oposición al marxismo ya institucionalizado a nivel mundial va a recrear las barricadas en las calles de Paris, convirtiendo los adoquines en proyectiles y las palabras en dardos. Los áulicos espacios de la Sorbonne y las calles aledañas volvieron a ser el espacio de una confrontación radical, convirtiendo a Paris, una vez más y por un instante en la historia, en la capital revolucionaria del mundo.

Ni sofística ni dialéctica: la revuelta y el graffiti se instituyeron más bien en la violencia extática y lúdica. El graffiti es, de algún modo, registro y memoria del deseo exaltado, más próximo al gesto dadaísta que a cualquier método científico, instante mas nunca plan quinquenal. El graffiti es pasión cristalizada y en tanto tal perecedera. No obstante, es también la única forma posible de registrar el éxtasis de la libertad suma y plena. Por esto, al volver sobre los graffitis de aquel tiempo nos conmueve su convulsiva belleza.

“¡Viva la comunicación! ¡Abajo la telecomunicación!”

Durante los años sesenta, aquello que Adorno llamó la “industria cultural” alcanzaba su apogeo con el auge de las cadenas televisivas, la irrupción del color, el videotape y la transmisión por satélite. Fue la era de los transistores y la aparición de una industria japonesa, cada vez más sofisticada y competitiva, en el mercado mundial.

Así, cine, radio, prensa y televisión configuraron una época de las comunicaciones que venía gestándose desde los albores del siglo XX. Podríamos afirmar que el siglo pasado vio nacer sociedades “mediáticas”, aunque no todavía “mediatizadas” plenamente por la hiperindustria cultural digitalizada y en red como en el siglo XXI.

Cuando los estudiantes de mayo 1968 se oponen a la “telecomunicación” lo hacen en un paisaje “broadcast”, esto es, en una configuración socio-comunicacional monopólica. En efecto, lejos de la actual “personalización” de los “usuarios” y de sus gustos al estilo “podcast”, lo normal en los sesenta era la difusión de mensajes dirigidos por grandes cadenas estatales o entidades periodísticas que monopolizaban la palabra. Las opciones reales de personalizar los gustos eran muy restringidas, el disco de vinilo y el espectro local de radioemisoras o estaciones de televisión. Es interesante hacer notar que detrás del grito libertario de los estudiantes franceses late la noción de individuo.

Podríamos aventurar que al oponer “comunicación” a “telecomunicación”, se reclama un espacio íntimo y personal que ha sido arrebatado por instancias de poder. La vieja oposición “Individuo” versus “Estado” no está lejos del imaginario que animó la insurrección de mayo. Ciertamente, los jóvenes en sus barricadas no tenían en mente la posibilidad tecnológica de satisfacer la demanda individualista bajo la forma de una sociedad de consumo, se trataba más bien del imaginario libertario, la restitución de un sujeto pleno o, como solía decirse en aquella época, “no alienado”.

Aunque el grito de los sesenta aparece como algo ingénuo y empalagoso frente a la mirada cínica y performativa de los tiempos hipermodernos, no es menos cierto que el ámbito comunicacional con su modalidad “broadcast” significó un momento de control social intenso y explícito que lindaba con la manipulación y que explica en gran medida el malestar cultural y la resistencia que generó entre la juventud.

En términos globales, todas las sociedades burguesas, tanto como los socialismos reales, hicieron de las comunicaciones un ámbito estratégico de la “Guerra Fría”: desde el Pravda al New York Times, desde El Mercurio al Granma. Al convertir las comunicaciones en un dispositivo bélico y de estricto control social, emerge un paisaje que hoy no dudaríamos en calificar de malsano y totalitario.

Pues bien, es ante ese escenario que los jóvenes de La Sorbonne o Nanterre se levantan para pedir la restitución de la “comunicación”, precisamente la negación de ese oprobiosa realidad.

“Mis deseos son la realidad”

Como resulta evidente, el reclamo de un espacio para el individuo se opone a la noción de “clase” que proclamaba el marxismo militante. De allí que el gesto de Marx hacia Proudhon se volviera a reeditar, los estudiantes no podían ser sino una caterva de “pequeños burgueses”, término que en la época era la peor descalificación que pudiera sufrir un revolucionario.

A lo anterior se agrega una fuerte dosis de subjetividad en el reclamo de los estudiantes. Conceptos claves del momento fueron “deseo” e “imaginación”, ambos muy reñidos con el diccionario marxista al uso. Es cierto que Breton había legitimado tales palabras en el ámbito poético, pero no olvidemos que finalmente el vate del surrealismo había derivado a claras posiciones antiestalinistas e incluso trotskistas.

El deseo en el imaginario de la revuelta, es puesto como vocación de cambio, como herramienta emancipatoria ya no sólo social y política sino moral. El deseo es la herramienta que denuncia y se opone al capital. No obstante, la sociedad capitalista de Europa Occidental ya había iniciado su camino por un sendero que replicaba el diseño socio-cultural norteamericano. Junto a Japón y tras la derrota del nazismo, Europa comienza a construir “sociedades de consumo”, el mismo modelo que seguirán más tarde países tan diversos como Corea del Sur, Chile o Singapur.

Las sociedades de consumo constituyen la forma en que el capital administra el deseo, o dicho de otro modo, es la forma contemporánea en que una forma de relación económica se trasviste en “capitalismo libidinal”. Es interesante acotar que las actuales estrategias de “marketing” asimilan los estilemas de los graffiti y de las vanguardias, aunque invirtiendo su sentido. Ya no se trata de desautomatizar la percepción como apertura hacia la emancipación, muy por el contrario, se trata de proponer dichos estilemas para domesticar a las masas en el consumo suntuario.

Una de las paradojas de mayo de 1968 es que, quizás, haya sido la última oportunidad en que palabras como “deseo”, “imaginación”, e incluso “libertad” todavía poseían algún sentido. En la actualidad, en tiempos hipermodernos, dichos términos constituyen el vocabulario básico de cualquier publicista y están diseminados en camisetas, spots publicitarios o en algún “gag” de MTV.

A pesar del tiempo transcurrido, aquellos graffitis han sobrevivido. Ya no se nos ofrecen como “fórmulas de sentido” político o moral, sino más bien como “efectos estéticos”. El mundo se ha convertido, como lo presintió el fascismo en una “gran clase media” sumida en el narcisismo de masas. En la hora de los rinocerontes, desaparece la noción de “clase” y con ella toda forma de conflicto social al estilo del siglo XX.

“La vida está en otra parte”

El mayo francés, resulta ser un momento emblemático de la llamada sensibilidad contracultural de los sesenta: la psicodelia. Esta contracultura tuvo su epicentro en diversas universidades del mundo y representó, en alguna medida, la masificación de los hallazgos de las vanguardias. Al igual que Breton y el grupo surrealista, los jóvenes estudiantes del 68 hacen suyas las palabras de Marx y Rimbaud, “Transformar el mundo y Cambiar la vida”, dos enunciados que la historia había desmentido hasta ese instante. Las revoluciones marxistas ortodoxas, con su tinte burocrático y estalinista eran, desde una perspectiva surrealista, prosaicas “crisis ministeriales” frente a los cambios que se reclamaban. Por su parte, las sociedades burguesas sumidas en la “Guerra Fría” habían disuelto el potencial libidinal de sus sociedades en la impostura del consumo.

El mayo francés fue a su modo una cumbre espiritual, un reclamo radical y sin concesiones por el derecho a la felicidad aquí y ahora. Comparable en su vehemencia y desesperación a ciertos paisajes propuestos por el existencialismo, el anarquismo del siglo XIX y las vanguardias estéticas tras el ocaso de la belle époque. Un grito conmovedor que todavía nos convoca, un grito silencioso que deambula con aquellos soixante-huitards, misfits (inadaptados) que como nuevos y anónimos flanneurs recorren hoy la ciudad. Sobrevivientes de otro tiempo, portadores de una oscura verdad que hace más de un siglo ya proclamó la poesía: La vida está en otra parte.


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