viernes, 21 de marzo de 2008

LOS SILENCIOS DE CAIN: EL OCASO DE LA INTELLIGENTSIA

Race de Caïn, ton supplice Aura-t-il une fin?
Abel et Caïn. Charles Baudelaire



1.-La sociedad de los poetas

A fines del siglo XIX, la cultura en el ámbito latinoamericano sufrió una gran conmoción que tuvo consecuencias estéticas y políticas. Ángel Rama ha dado buena cuenta de ello a propósito de Rubén Darío[1] En efecto, la irrupción del mercado transformó el régimen de significación prevaleciente hasta 1900. Como escribe Rama:”La repetida condena del burgués materialista en que unánimemente coinciden los escritores del modernismo, desde los esteticistas que acaudilla Darío —como se puede ver en su cuento “El rey bur­gués”—, hasta sus objetores, poseídos de la preocupación moral o social, tanto en la línea apostólica de Martí como en la didáctica de Rodó, responde a la más flagrante evidencia de la nueva economía de la época finisecular: la instauración del mercado”[2]

Es interesante destacar que la crisis finisecular que conmueve al modernismo se traduce en el ocaso de los “poetas” como figuras protagónicas del quehacer cultural de la época: “Producida la división del trabajo y la instauración del mercado, el poeta hispanoamericano se vio condenado a desaparecer. La alarma fue general. Se acumularon centenares de testimonios denuncian­do esta situación y señalando el peligro que para la vida espiritual profunda de las sociedades hispano­americanas comportaba la que se veía como inminente desaparición del arte y la literatura. A los ojos de los poetas, el mundo circundante había sido dominado por un materialismo hostil al espíritu, en lo que no se equivocaban mucho, y si algunos confundieron la fatal quiebra de los valores retóricos del pasado con la extinción misma de la cultura, los más comprendieron agudamente lo que estaba ocu­rriendo”[3] Hagamos notar que paralelo a este ocaso del poeta, emergía en Francia una figura inédita, el “intelectual”. Recordemos que en 1898, Èmile Zola escribe su famosa carta “J’Accuse” en el diario “L’Aurore”, dirigida nada menos que al Presidente de la República, lo que le valió un proceso por difamación y un breve exilio en Londres.

Mientras la figura histórica del poeta era degradada a la condición de excrecencia que ya no encuentra sitio en una sociedad burguesa mercantilizada[4], el intelectual ligado a los medios de comunicación comienza su camino para convertirse en la “conciencia moral” de su sociedad. El nuevo régimen de significación ya no podía otorgarle al poeta dignidad alguna, quizás fue Baudelaire uno de los primeros en advertir este fenómeno cuarenta años antes en París.[5] Ante el advenimiento de una nueva configuración económico –cultural que se convertirá en pocas décadas en la naciente “industria cultural”, es decir ante un nuevo modo de producir, distribuir y consumir los bienes simbólicos, la única posibilidad para los poetas fue la de convertirse en intelectuales.

Mientras la analogía del poeta y el anarquista lo volvía un personaje peligroso e indeseable, muy difícil de vindicar; el intelectual ligado a los libros de ideas como dispositivos de una gran industria editorial de gran tiraje, emergía como un “líder de opinión” y, en el límite, como “ideólogo” en una sociedad de masas convulsionada por revoluciones de distinto sello. El lugar del intelectual era discutido entre fascistas, marxistas y liberales, pero pocos se atrevían a negarle su espacio y dignidad.

En la actualidad, hay muchos que anuncian el fin de los intelectuales[6] De hecho, podemos constatar a diario que el nuevo “sentido común” ya no viene de ilustrados “líderes de opinión” sino de los medios de comunicación y sus “estrellas”. Este nuevo estado de cosas remite, por cierto, a una reconfiguración cultural que en toda su radicalidad implica un nuevo régimen de significación: la hiperindustrialización de la cultura.


2.- Hiperreproducibilidad: Hiperindustria Cultural

Antes de caracterizar la encrucijada en que se encuentra la figura del intelectual, se hace indispensable introducir algunas distinciones teóricas a la escena comunicacional contemporánea.

Entre las muchas acepciones que puede tener la noción de “cultura”, está ciertamente, aquella de índole comunicacional. En efecto, la cultura puede ser entendida en cuanto una cierta configuración o régimen de significación que estatuye límites y posibilidades en dos sentidos: en primer lugar, toda cultura genera un modo de producir, distribuir y consumir bienes simbólicos, es decir, toda cultura posee una dimensión “económico – cultural”. En segundo lugar, y no menos importante, los límites y posibilidades de un cierto régimen de significación trazan el horizonte de “lo concebible”, esto es, las posibilidades del imaginario social, tanto desde una dimensión perceptual como cognitiva. Así, entonces, la cultura en tanto régimen de significación no sólo atañe a la dimensión objetiva del fenómeno sino también a la dimensión subjetiva.

Entre los primeros en advertir las mutaciones que traía consigo la industrialización de las comunicaciones se destaca la figura de Adorno, quien acuñó el concepto de “industria cultural”, para hacer evidente la producción seriada de bienes simbólicos. Por su parte Walter Benjamin mostró con nitidez las implicancias del nuevo modo de significación, en cuanto una abolición del modo de existencia aureático de las obras y la subsecuente transformación del “sensorium” bajo la experiencia del “shock”.

El diagnóstico de los frankfurtianos bien merece ser revisado a más de cinco décadas, pues hoy resulta claro que a la reproducción mecánica advertida por Benjamin se suma la hiperreproducción digital, devenida una practica social de bajo coste y sin pérdida de señal. Este panorama crea en los hechos las condiciones de posibilidad para una hiperindustrialización de la cultura, esto es, la expansión de una red capilar, abierta y horizontal, que permite una comunicación no centralizada al modo “broadcast” sino el acceso de todos a todos.[7]

La hiperindustria cultural, dirigida a públicos hipermasivos, es capaz de crear una sincronización plena entre los flujos temporales de conciencia y los flujos massmediáticos audiovisuales, transformando con ello la cardinalidad y temporalidad del imaginario social contemporáneo.

El plañidero reclamo ilustrado ante la actual cultura de masas inmersa en las coordenadas de las sociedades de consumo, pretende instituir el momento de la reflexión y la convicción frente a un mundo de flujos orientado hacia la seducción, convirtiéndose en mera nostalgia ante un capitalismo libidinal cuyo epicentro no es sino el deseo.

La figura del intelectual nacido en una época en que el “sensorium” estuvo marcado por un régimen cuya configuración básica fue la “grafósfera” como matriz mental, se encuentra ahora en una encrucijada compleja ante el nuevo mundo de la videósfera, nuevo modo de percibir, conocer y pensar.

No olvidemos que el intelectual es la exaltación del individuo privilegiado, aquel sujeto de las sociedades burguesas que por sus virtudes y conocimientos era capaz de iluminar a las masas. El intelectual es el autor, la “auctoritas”, el propietario y origen de un discurso. Tal figura es impensable en un mundo plebeyo mas igualitario. El “homo aequalis” instituido como “usuario” o “consumidor” no es compatible con la noción de intelectual. Así, tanto la nueva división del trabajo, como una cultura igualitaria y consumista ligada genéticamente al espectáculo, no admite ni necesita intelectuales.[8]

3.- Los silencios de Caín

Si hace un siglo, la figura de Caín se encarnó en el poeta que no encontró su lugar en las sociedades burguesas finiseculares, hoy en día el “expulsado del Paraíso” es el intelectual. Nuestra hipótesis apunta a un doble movimiento, por una parte, una transformación del régimen de significación en los albores del siglo XXI, esto es, una mutación simultanea de la dimensión económica cultural como de los modos de significación que excluye la figura histórica del intelectual. Pero, al mismo tiempo, el fenómeno posee un alcance político no menor: la extinción del pensamiento crítico. Así, entonces, el mentado “silencio de los intelectuales” remite tanto a una “revolución cultural” derivada de la convergencia tecnocientífica logística, y de telecomunicaciones que ha transformado los “códigos de equivalencia” de una cultura planetarizada, como a una hegemonía política de los flujos de capital devenido significantes digitalizados.

Asistimos a la paradoja en la cual pareciera que los intelectuales han enmudecido, precisamente, en el momento histórico en que se multiplican las “buenas causas” que bien merecen una reflexión seria: degradación de la biosfera, empobrecimiento de los medios de comunicación social, extensión global de la violencia y pauperización acelerada de gran parte de la humanidad. Como afirma Subirats: “Definir este cambio histórico es una tarea compleja… Pero podemos formularlo provisionalmente a partir de tres constituyentes que definen la crisis civilizatoria de nuestro tiempo: primero, la destrucción de la biosfera; segundo, la eliminación de las memorias culturales; por último, el nihilismo, el principio ético y epistemológico autodestructivo que alimenta nuestro presente histórico”[9]

Si el presente representa ya un descalabro planetario nunca antes visto, las previsiones para el futuro inmediato resultan apocalípticas: “La perspectiva sobre el futuro que arrojan estos cuadros sociales es simplemente aterradora. Presupone que una fracción creciente de la humanidad tiene que ser excluida del derecho a la supervivencia, ya sea en términos monetarios, sometiéndoles a políticas corruptas y economías de expolio, o bien bajo las restricciones, cada día más extremadas, al acceso social de los recursos naturales más elementales, como agua, tierra y aire no contaminados. El principio de esta exclusión ya ha sido formulado por las políticas y las elites de las grandes corporaciones y organizaciones militares mundiales a lo largo del 2003. Y se ha hecho precisamente en los foros y las cumbres de las Naciones Unidas.”[10]

Frente a esta verdadera distopía convertida por la hiperindustria cultural en imágenes cotidianas, la figura del intelectual se encuentra sintomáticamente ausente. Tal parece que su ausencia es condición de posibilidad para que la pesadilla siga adelante, esto es lo que piensa nuestro autor cuando señala: “Este proceso de regresión cultural no podría tener lugar sin una condición preliminar: el silencio de los intelectuales bajo cualquiera de sus manifestaciones, ya sean artísticas o académicas, periodísticas o literarias”[11]

Este silencio de los intelectuales no obedece, desde luego, a la “voluntad” del estamento académico o artístico. Se trata más bien de una mutación del régimen de significación que acompaña un proceso todavía mayor cual es la nueva configuración del capital a escala global. Como denuncia Subirats:” Lo que quiero denunciar es más bien que este artista o intelectual ha sido aislado y trasformado, y en última instancia eliminado a través de las normas de la industria cultural y de la reconfiguración de la vida académica bajo las categoría corporativas de departamentalización y profesionalidad.”[12]

La conclusión de Subirats es apasionada y rotunda: “Bajo la primacía absoluta de la ficcionalización de lo real y de la reducción de la cultura a entertainment se han eliminado las voces y las tradiciones intelectuales más lúcidas del siglo XX como si no fueran otra cosa que un deliro superfluo”[13]

Se advierte en nuestro pensador un cierto talante “ilustrado” que al igual que Adorno, desconfía de los medios masivos y del entertainment, reponiendo en cierto modo un debate de los años sesenta.[14] Nos interesa destacar, sin embargo, la primera afirmación en torno a una “ficcionalización de lo real”. Efectivamente, la hiperindustrialización de la cultura logra una sincronización plena entre los flujos temporales de conciencia y los flujos massmediáticos, produciendo una “ficcionalización de lo real”, modo oblicuo de afirmar que los medios de comunicación han alcanzado la capacidad para fabricar el presente histórico. Esta capacidad ya no se afinca en la escritura como sistema retencional sino en la digitalización audiovisual.

4.- El ocaso de la crítica

Cualquiera sea la envergadura de la pesadilla en que estemos inmersos, es innegable que ésta se nos ofrecerá como una virtualidad HD (High Definition). Nada de este virtuosismo tecnológico, empero, le resta urgencia y legitimidad al reclamo del filósofo: “La alegre banalización y la subsiguiente abdicación de las tradiciones críticas en las culturas de cuatro continentes, la insolidaridad con las resistencias y protestas sociales en nombre de la superación de los sujetos históricos, y la celebración de la cultura como espectáculo han enmudecido a esa intelligentsia tachada frente a lo que hoy se exhibe obscenamente como sus últimas consecuencias: la trivialidad de la guerra como videojuego, la deconstrucción estadística de la democracia como performance, y una devastación de ecosistemas, comunidades humanas y culturas de magnitudes incontrolables bajo el espectáculo global de paraísos comodificados y una arcaica impasibilidad social.[15]

El ocaso de la figura del intelectual es un proceso histórico y cultural en curso, derivado de una acelerada hiperindustrialización de la cultura. No obstante, el reclamo de Eduardo Subirats encuentra su asidero en algo todavía más profundo: no se trata del fin del “pensamiento” sino más bien del ocaso de un cierto “pensamiento crítico”. Así, un proceso histórico y cultural es, al mismo tiempo, un proceso político.

La situación es inquietante, pues a fines del siglo XIX, la figura del poeta se desplazó hacia la del intelectual, lo que le garantizó cierta dignidad en las nuevas coordenadas económico culturales. Recordemos que, finalmente, los poetas de fines del siglo XIX lograron instalarse en las nuevas coordenadas culturales, transformándose en intelectuales. Como escribe Rama: ”Pero había un modo oblicuo por el cual los poetas habrían de entrar al mercado, hasta devenir parte indispensable de su funcionamiento, sin tener que negarse a sí mismos por entero. Si no ingre­san en cuanto poetas, lo harán en cuanto intelectuales. La ley de la oferta y la demanda, que es el ins­trumento de manejo del mercado, se aplicará también a ellos haciendo que en su mayoría devengan periodistas. En efecto, la generación modernista fue también la brillante generación de los periodis­tas, a veces llamados a la francesa “chroniqueurs”, encargados de una gama intermedia entre la mera información y el artículo doctrinario o editorial, a saber: notas amenas, comentario de las actualida­des, crónicas sociales, crítica de espectáculos teatrales y circenses, eventualmente comentario de libros, perfiles de personajes célebres o artistas, muchas descripciones de viaje de conformidad con la recién descubierta pasión por el vasto mundo. Cronistas específicamente fueron Gómez Carrillo y Vargas Vila, pero también lo fueron Gutiérrez Nájera y Julián del Casal, y, sobre todo, los dos mayores: Martí y Darío”.[16]

La situación en la actualidad es muy otra: el intelectual no encuentra un locus al cual pudiera desplazarse. Las categorías de “experto” o “consultor”, así como la de “académico” requieren no sólo de una alta especialización sino que exigen las más de las veces una mirada pretendidamente “científica y objetiva”, esto es, “despolitizada”. Por lo demás, el campo laboral de los “expertos” y “consultores” está constituido por gobiernos, corporaciones u organismos multinacionales cuyos intereses están predeterminados. Por otra parte, el espacio universitario no sólo se ha profesionalizado sino que además se ha privatizado, al punto de convertir los centros de estudios superiores en verdaderos “Think Tanks” de gobiernos y empresas transnacionales. En las actuales circunstancias, cualquier reivindicación de la tradición crítica supone la exclusión de los circuitos legitimados. Así como el poeta fue degradado hacia fines del siglo XIX a la condición de anarquista y peligroso; hoy, el pensamiento crítico y con ello la figura del intelectual es degradado a la condición de lo marginal y lo excéntrico, cuando no, a cómplice de la violencia y el terrorismo. El intelectual de tradición crítica carga con la marca de Caín y es, en el mejor de los casos, un molesto diletante muy lejano de aquella “conciencia moral” de otrora. La nueva “conciencia moral” está ahora instalada en los medios hipermasivos que transmiten en tiempo real la historia pasada, presente y futura de la humanidad.

5.- Espectáculo y Barbarie


La figura del intelectual ha quedado atrapada en un doble movimiento, que como una telaraña se expande por el mundo entero. Primero: El mismo desarrollo de la industria cultural que catapultó a los intelectuales hasta los años setenta, hoy los sepulta al desplazar su “lenguaje de equivalencia” desde la escritura al audiovisual digitalizado en red. La hiperindustrialización de la cultura, forma contemporánea de los flujos simbólicos hipermasivos, hipermediales y anclados a la estética del “shock”, deja fuera el pensamiento deliberativo – reflexivo - critico inherente al ejercicio escritural y toda forma de actividad intelectual. Segundo: La caída del muro como exteriorización de una crisis mayúscula de los metarrealatos de la modernidad y de sus excesos, ha creado las condiciones de posibilidad para un nuevo “ethos”, sea que le llamemos postmodernidad, hipermodernidad o postcomunismo.

El nuevo “ethos” entraña, que duda cabe, serios riesgos políticos, pues tal como ha señalado Eagleton: “El pensamiento postmoderno del fin – de - la - historia no nos augura un futuro muy diferente del presente, una imagen a la que ve, extrañamente, como motivo de celebración. Pero hay en realidad un futuro posible entre otros, y su nombre es fascismo. La gran prueba del postmodernismo o, por lo que importa, de toda otra doctrina política, es cómo zafar de esto. Pero su relativismo cultural y su convencionalismo moral, su escepticismo, pragmatismo y localismo, su disgusto por las ideas de solidaridad y organización disciplinada, su falta de una teoría adecuada de la participación política: todo eso pesa fuertemente contra él”.[17] Bastará tener en mente la llamada “Global War”, o Guerra Global contra el terrorismo, que supone un estado de guerra permanente, difusa y que compromete al planeta en su totalidad. Una guerra, por cierto, que supera el “complejo militar industrial” de mediados del siglo XX e inaugura el “complejo militar mediático”. Lo mediático y lo militar son dos componentes fundamentales que nos traen a la mente el concepto de “fascismo”. Como escribe Subirats: “Bajo esta doble constelación el nuevo poder mediático y militar global ha creado aquella misma condición objetiva elemental bajo la que Walter Benjamin o Pier Paolo Pasolini definieron el fascismo moderno: el estado general de impotencia de una humanidad disminuida a la función de espectador y consumidor de su propia destrucción” [18]

Desde otra perspectiva, este nuevo “ethos” cultural excluye la figura del intelectual como artífice de nuevas ideas. El nuevo estatuto del saber y la imaginación teórica se ha tornado “perfomativo” e interdisciplinario. [19] Hoy son los equipos de “expertos” los que generan “nuevas jugadas” en la pragmática del saber.[20] Aclaremos que cuando afirmamos el ocaso de la figura histórica del intelectual, nos referimos a aquello que Walzer denomina “crítico social” cuando escribe: “Sin duda las sociedades no se critican a sí mismas: los críticos sociales son individuos, pero también son la mayor parte del tiempo, miembros que hablan en público a otros miembros que se incorporan al habla y cuyo discurso constituye una reflexión colectiva sobre las condiciones de la vida colectiva”[21]

6.- La intelligentsia telegénica

La extinción de los intelectuales ha generado un vacío que es llenado a diario por los medios de comunicación. Son ellos los encargados no sólo de regular el registro y el tono de los grandes temas sino de proponer a su público hipermasivo el repertorio de tópicos que merece nuestra atención. El lugar de la convicción que alguna vez ocupó el docto intelectual ha sido barrido del imaginario contemporáneo por el lugar de la seducción propio del comentarista u “opinólogo”.[22]

El opinólogo, inédita “Physiologie” del siglo XXI, se distingue del intelectual en cuanto se trata de un animal televisivo y telegénico, espacio en que se legitima al emitir opinión. El opinólogo es el cúlmen del “homo aequalis”, no hay distancia respecto de su público hipermasivo. Esta nueva figura no apela a episteme alguno, su saber se instala en el “sentido común” que no reconoce límites. Su discurso plebeyo contornea el imaginario de las masas, desde lo sentimental y melodramático a la opinión política promedio. Lejos de cualquier relación asimétrica, el opinólogo encarna y expresa la “Vox Populi”, la dimensión cotidiana y obvia de la existencia. En las antípodas del intelectual, el opinólogo habita el mundo audiovisual, pariente lejano del comediante, el orador y el “clown”.

Con todo, cuando algún intelectual entra al mundo mediático, lo hace al precio de travestirse en una figura televisiva, sea como comentarista u opinólogo. Es más, la figura del intelectual es caricaturizada por los clichés de la farándula: un personaje excéntrico, gris, opaco y denso que habla un lenguaje incomprensible. El pensamiento y el saber sólo son valorados en cuanto productivos y utilitarios, basta revisar las expectativas educacionales de los padres para sus retoños.

Al comenzar este siglo XXI vemos periclitar la figura centenaria del intelectual como exteriorización de una mutación mucho más profunda. Asistimos al ocaso de aquella “ciudad letrada” descrita por Ángel Rama en su obra homónima y al advenimiento de la “ciudad virtual”. Los áulicos espacios de nuestras bibliotecas van cediendo poco a poco a las bases de datos que se multiplican en la red. Es ya un lugar común denunciar cómo las seductoras pantallas digitales y sus derivados van desplazando a los libros y a la lectura.

El siglo XXI es el siglo del bullicio, vivimos la saturación de imágenes y sonidos, nuestras metrópolis están inundadas de mercancías, ruido, luces y pancartas digitales. Pero, paradojalmente, éste es el tiempo en que las ideas radicalmente nuevas y creativas se han tornado más escasas que nunca. En ese sentido, este es también un tiempo de censuras y silencios.


[1] Rama, Ángel, “Los poetas modernistas en el mercado económico” in Rubén Darío y el Modernismo, España, Alfadil Ediciones, Colección Trópicos, 1995, pp. 35-79.

[2] Op. Cit. 35
[3] Op. Cit. 37
[4] En las últimas décadas del XIX y comienzos del XX, en ese período propiamente modernista que se cierra en 1910, no sólo es evidente que no hay sitio para el poeta en la sociedad utilitaria que se ha instaurado, sino que ésta, al regirse por el criterio de economía y el uso racional de todos sus elementos para los fines productivos que se traza, debe destruir la antigua dignidad que le otorgara el patriciado al poeta y vilipendiarlo como una excrecencia social peligrosa. Ser poeta pasó a constituir una vergüen­za. La imagen que de él se construyó en el uso público fue la del vagabundo, la del insocial, la del hom­bre entregado a borracheras y orgías, la del neurasténico y desequilibrado, la del droguista, la del esteta delicado e incapaz, en una palabra —y es la más fea del momento— la del improductivo. Quienes más contribuyeron a crear esta imagen fueron, porque no pueden ser otros, intelectuales, en especial los críticos tradicionalistas, verdaderos ideólogos de esta lucha contra el poeta que orienta la burguesía hispanoamericana, porque no distinguía mucho entre el peligro de un hombre dedicado a la poesía y el de un anarquista con su bomba en la mano. Op. Cit 38

[5] Véase el clásico estudio de Walter Benjamin:
Benjamin, W. El país del segundo Imperio en Baudelaire in Poesía y Capitalismo. Madrid. Taurus.1988
[6] Véase Debray, R. Muerte de un centenario: el intelectual: www.elpais.es/opinion 3 junio 2001.

[7] Para una exposición detallada de este punto, véase:

Cuadra, A. La obra de arte en la época de su hiperreproducibilidad digital in Walter Benjamín Research Syndicate. London. 2007 (www.wbenjamin.org/obra_de_arte.html)


[8] En el Chile actual, por cierto, la videósfera ha desplazado la figura del intelectual por los rostros rutilantes de la estrellas. En las producciones massmediáticas ya nadie se ocupa del autor (auctoritas) sino de la superestrella; incluso el libro como difusor de ideas entra en crisis, produciendo un doble efecto: se expanden los públicos para las nuevas ideas, pero la vigencia de éstas es cada vez más efímera. La nueva Ciudad Virtual es una sociedad más bien de flujos y no de stocks: el intelectual clásico ha sido una construcción histórica que sucumbe ante el glamour digitalizado de los massmedia. La televisión instala un nuevo sentido común, pues como afirma Beatriz Sarlo: Hoy, el sentido común se teje con ideas que, literalmente, caen del cielo. La televisión es una de las filosofías del sentido común contemporáneo. El gran sacerdote electrónico habla frente a su pueblo y ambos, sacerdote y pueblo, se influyen: la televisión escucha los deseos de su público y responde a ellos; el público descubre que sus deseos son bastante parecidos a los que le propone la televisión
Véase:
Sarlo, Beatriz. Todo es televisión in Instantáneas. Buenos Aires. Ariel. 1995: 113-195

[9] Subirats, Eduardo. Violencia y civilización. Madrid. Losada. 2006: 143
[10] Op Cit. 139
[11] Op. Cit. 165
[12] Op. Cit. 166
[13] Ibid
[14] Estamos pensando, por cierto, en el clásico de Eco:
Eco, U. Apocalípticos e integrados. Barcelona. Editorial Lumen. 1995. (Bompiani 1965).

[15] Subirats.Op.Cit. 167
[16] Rama. Op. Cit. 160
[17] Eagleton,Terry. Las ilusiones del postmodernismo. Paidós. Buenos Aires. 1998:197
[18] Subirats. Op. Cit 163
[19] Seguimos en este punto las interesantes tesis de Lyotard.
Lyotard, J.F. La condición postmoderna. B.Aires. REI. 1987

[20] En un mundo como el que hemos descrito, la figura del “maestro” o “profesor” resulta problemática, cuando no agónica. Si los sistemas nemotécnicos de producción de retenciones terciarias, y con ello del imaginario contemporáneo, lograron abolir la figura del “intelectual” al estilo de Zolá, el nuevo estatuto del saber pone en crisis al “profesor”: “...la deslegitimación y el dominio de la performatividad son el toque de agonía de la era del Profesor: éste no es más competente que las redes de memoria para transmitir el saber establecido, y no es más competente que los equipos interdisciplinarios para imaginar nuevas jugadas o nuevos juegos”. Véase Lyotard. Op.Cit. 98

[21] Walzer, Michael. Interpretación y crítica social. Bs. Aires. Ediciones Nueva Vision. 1993: 39

[22] Si otrora fueron los “publicistas” y luego los “comentaristas” y “expertos”, los que se ocupaban de tópicos específicos: comentario político, económico, artístico, entre muchos. Hoy, en una sociedad hipermediatizada, la voz del opinólogo adquiere relevancia por dos razones: primero, el opinólogo habita el mismo “sentido común “de la tele audiencia, su relación es horizontal, creando una inmediatez psíquica y social con su público. El buen opinólogo no es ni más instruido ni más perspicaz que su público, es un igual: habla como la mayoría, piensa como la mayoría, actúa como la mayoría. Segundo, la mayoría de los auditores de medios en una hipercultura de masas se aproxima, como hemos señalado, a una cierta cultura internacional popular, pero, dirigida precisamente por las grandes coordenadas del consumo mediático y suntuario. En este sentido, se trata de una masa cuyos estereotipos vienen desde el universo hipermediático de manera vertical y no desde las profundidades antropológicas y folklóricas de la cultura popular clásica. La hipercultura de masas es más plebeya que popular. El opinólogo es, pues, no sólo telegénico sino el “alter televisivo” de una masa plebeya.
Cuadra, A. Hiperindustria cultural e-book in www.labrechadigital.org

miércoles, 5 de marzo de 2008

SANTIAGO: LA CAPITAL IMAGINARIA

Si me dicen que es absurdo hablar así de quien nunca ha existido, respondo que tampoco tengo pruebas de que Lisboa haya existido alguna vez, o yo que escribo, o cualquier cosa donde quiera que sea.* FERNANDO PESSOA. EL LIBRO DEL DESASOSIEGO.

* * *

Introduccion

Al aproximarnos al año del bicentenario de nuestra República, es bueno y necesario que nuestra generación revise lo que ha sido el decurso de los distintos ámbitos de la vida nacional. En nuestro caso, no se trata, por cierto, de pretender un análisis urbanístico, estético o arquitectural de esta ciudad sino más bien de plasmar una “experiencia”, aquella de habitar una ciudad y, al mismo tiempo, ser habitado por ella.

Pensamos que la mayoría de los problemas que nos relatan los noticieros constituyen, en gran medida, los problemas culturales y antropológicos de la gran urbe: delincuencia, transporte público, contaminación, violencia y estrés, entre otras. La política, tal y como se la entiende en Chile, es decir de manera “preformativa” y con énfasis económico, resulta ser una respuesta reduccionista y mecánica que no sirve para esclarecer la profundidad y el alcance de los malestares de esta modernización. El Transantiago es apenas la punta del iceberg.

Los paisajes que nos interesan, ciertamente, son los “nuestros”, incierto posesivo que, no obstante, nos dice algo. Poseemos paisajes en cuanto hemos habitado y crecido en ellos, los paisajes nos habitan, están inscritos en nuestra memoria, son parte de aquello que somos. Lo “nuestro” es, pues, nuestro entorno geográfico y humano, pero y sobre todo es tiempo cristalizado en el recuerdo, “nuestro tiempo”. Un país, una ciudad, una localidad, un barrio, aquella esquina, el olor a tierra mojada cada atardecer.

Hacia fines del siglo XIX, la sociología alemana concibió ya la ciudad como epicentro de la modernidad. La ciudad es el lugar de la experiencia moderna, con sus flujos en constante movimiento, es éste el lugar que define un espacio público y un espacio doméstico. A más de un siglo de distancia, resulta interesante observar el Santiago que se nos oculta, literalmente, detrás de la bruma y el esmog.

En cuanto lugar de la experiencia de la modernidad, Santiago hace coincidir los flujos de la vida cotidiana con sus ritmos intrínsecos, la modernidad son masas en movimiento. Contra el credo liberal, habría que recordar que el individuo sólo posee sentido recortando su silueta contra esa matriz que es la masa urbana. Santiago es una ciudad de masas individualizadas.

Como toda ciudad, Santiago delata nuestra historia. No estamos hablando de espacios patrimoniales o folclóricos, ni siquiera de monumentos. La ciudad capital nos muestra el tejido social que la compone en sus compartimentos diferenciados, barrios residenciales, avenidas, cités y poblaciones: como en una radiografía sus paisajes variopintos nos muestran los hojaldres de la estratificación social.

Si hay algo sorprendente y escandaloso, que sin embargo ha sido naturalizado por todos, es la tendencia perversa a construir ciudadelas amuralladas al interior de la ciudad. Barrios exclusivos con guardias privados se erigen como expresión última del “apartheid” social y cultural. Santiago es una ciudad segregada entre los que todo tienen y aquellos menesterosos privados de horizonte alguno. En las últimas décadas, el contraste lejos de atenuarse se ha acrecentado, yuxtaponiendo, como en un “collage” dadaísta, una asfaltada carretera con racimos de diminutas casuchas de madera colgando en el abismo, al borde de un río que hiede. Santiago es una ciudad que hiede a injusticia y a contaminación.

1.- La lluvia…

Cuando llueve todos se mojan, rezaba una vieja frase publicitaria. En Santiago de Chile, eso no es cierto, pues cuando llueve sólo se mojan los más pobres. Las riadas e inundaciones afectan principalmente las grandes barriadas de trabajadores y poblaciones ubicadas hacia el poniente de la ciudad. Los chiquillos y los perros chapotean en al agua mientras sus familias comienzan el ritual de cubrir con telas de plástico moradas y techumbres.

Cada año, durante el invierno, asistimos a las trágicas imágenes por televisión de grupos familiares, niños y ancianos especialmente, mendigando un rincón seco y un techo ante la adversidad del clima. Los rostros entumecidos de los humildes resultan ser la otra cara del modelo chileno, es el sufrimiento humano que desafía e impugna la racionalidad performativa de la modernidad.

Las imágenes de la televisión inscriben las patéticas escenas de la pobreza en la lógica de la “caridad”, valiosa virtud proclamada por el cristianismo, pero que en este caso sirve para confundir y ocultar el problema de fondo, cual es el de la “justicia social”. Nadie en su sano juicio podría estar en contra de entregar frazadas y colchonetas a los menesterosos, cada vez que una tormenta de invierno asola la ciudad, como hacen muchas instituciones religiosas y públicas. Nadie con una pizca de sensibilidad podría oponerse a tan loable acción. Sin embargo, los medios tienden a olvidar la pregunta que late en toda tragedia invernal: ¿por qué siempre es lo mismo?, ¿por qué siempre los mismos? ¿Cómo es posible que nuestra sociedad se construya sobre la injusticia social?

De alguna manera, la lluvia lava el rostro ceniciento de Santiago, dejando en evidencia no sólo las grietas de su asfalto sino las otras grietas de la ciudad, la fractura social que las mentiras del neoliberalismo se esmeran en ocultar: el hecho aberrante y escandaloso de que el modelo chileno está construido sobre la marginación de los más débiles. Para ellos no hay una educación de calidad ni una atención de salud aceptable, ni viviendas dignas ni previsión social.

Así como los filósofos de la antigüedad discurrieron sobre la democracia en una sociedad esclavista, hoy cualquier mirada sobre Santiago de Chile, sede del poder administrativo de la nación y ciudad capital de la República, se erige en una sociedad neo-esclavista. Es cierto, no hay grilletes ni un apartheid explícito, pero hay pobreza material y cultural de la mayoría: cientos de miles, domesticados por los medios de comunicación, el consumo y la supervivencia, con su secuela de delincuencia, prostitución, drogas y violencia.

Cuando llueve, no todos se mojan. Así como las lágrimas manifiestan el dolor, el rostro lluvioso de Santiago pierde su maquillaje de ciudad moderna, el glamour de sus letreros de neón, para mostrarnos lo que no queremos ver detrás de la bruma: la capital de los pobres.

2.- Shopping

Santiago, como capital del país, es el lugar donde se exhibe la modernidad de Chile. Escenario privilegiado de todos los avances tecnológicos, paisaje insolente de cristal y acero. Telegénico espacio de “Malls” y “Shoppings” que como estuches de aire acondicionado encierran la atmósfera aséptica de lo público y lo privado.

De algún modo, las nuevas catedrales del consumo funcionan como dispositivos para nuevas prácticas sociales, ellas ponen en escena la liturgia de una sociedad de consumo en un país modélico. En una escenografía híbrida en que lo “kitsch” es elevado a canon estético, los nuevos paseantes circulan entre grandes marcas, por pasillos que encierran el “sancta sanctorum” de la sociedad chilena: la igualdad plebeya en el consumo suntuario.

Familias modestas coexisten con exóticos personajes a la hora de tomar una cerveza o un “donuts". Espacio de seducción y distracción, pero al mismo tiempo, espacio de vigilancia. Un discreto ejército de guardias uniformados auxiliados por no menos discretas cámaras de televisión lo observan todo, cualquier conducta “anómala” es rápidamente controlada.

La ciudad cosmopolita y lúdica nos ofrece aquello que hemos visto mil veces en filmes o en la televisión, en Dubai y Paris: los “no – lugares” que podemos reconocer gracias a la memoria inscrita por la hiperindustria cultural. Un glamoroso abanico de tiendas que se dibujan entre cristales iluminados, y en la misma lógica de un discreto servicio higiénico, una capilla ofrece su higiene interior a los visitantes. Verdadero holograma de la postmodernidad en que el valor simbólico del dinero ha sido abolido por las “credit cards”, instalando una ilusoria igualdad de todos en la ciudadanía del consumo.

El Santiago Bicentenario es un mosaico social y cultural en que poblaciones y barrios residenciales conviven con vetustos edificios del siglo XIX y con burbujas postmodernas. Santiago se escinde en una red subterránea de túneles de alta tecnología y una superficie salpicada de cicatrices. El Metro como icono de la modernidad, conectando sectores y antiguos barrios en una suerte de democracia urbana recorre las entrañas de la capital, mientras en la superficie van cambiando los paisajes al ritmo de multitudes atascadas en embotellamientos y un feble transporte público. El Santiago Bicentenario, es una ciudad sobre ruedas.

3.- Viejos y niños

Las primeras víctimas de la ciudad son los niños y los ancianos. Sobre ellos golpea la indigencia y toda forma de violencia citadina. Los niños ni siquiera tienen la posibilidad de una pensión miserable. Deben adaptarse tempranamente a este mundo violento y corrupto, sea como mano de obra barata o como leves cuerpos para alguna depravación pagada. ¡ Ay, que me duele un dedo tilín!, ¡Ay, que me duelen dos tolón!

Ofreciendo ramilletes a los automovilistas, niños y niñas venden en realidad el “bouquet” prohibido de aquellas flores del mal que cantó el poeta. Prostitución y pedofilia malamente camuflada por la noche, tema sensacionalista de algún programa de televisión, que desculpabiliza a una mayoría de consumidores indolentes.

Muchos de nuestros niños, el “futuro de Chile” según reza la manida frase populista de todos los gobiernos, se prostituyen en las calles de la capital, acicateados por las necesidades impuestas por el consumismo. Niños cuya niñez ha sido usurpada por una sociedad injusta que no tiene un lugar para ellos, salvo el lugar del castigo en una legislación cada vez más severa y punitiva.

La niñez en Santiago de Chile no es para todos. Para algunos niños y niñas es un tiempo triste. Los niños de Chile, herederos de una tortuosa historia política y de una sociedad profundamente injusta, son las primeras víctimas de un país mal concebido. Ellos, empero, son los primeros convocados a cambiar el actual estado de cosas imaginando otro Chile posible.

Cada niño vagabundo que deambula por la ciudad es una herida abierta que camina por Santiago de Chile. Cada niño y niña sin un hogar es una lacerante frase cursi que no por ello es menos cierta. Niños que limpian automóviles, niños que venden flores, niños que roban, niños que gritan la última novedad, niños que habitan la ciudad como diminutas siluetas que se empinan risueños en los abismos de Santiago. ¡ Ay, que me duele un dedo tilín!, ¡Ay, que me duelen dos tolón! ¡ Ay, que me duele el alma y el corazón, tolón!

4.- Los perros

El perro santiaguino no es noble ni reclama una prosapia de alcurnia, de color indefinido y mirada pícara el “quiltro” criollo es el compañero fiel del “roto” y con él comparte su infortunio. Sin collar ni arnés alguno, su identidad la conocen sólo sus amigos del bar o la feria libre donde suele merodear por algo de comer.

Mal visto por guardias y dueñas de casa, conoce de patadas y escobazos. Nunca ha visitado una clínica veterinaria y de vacunas mejor ni hablar. Su origen y su destino es la calle, como lo ha sido para sus ancestros: no conoce de cestitas ni casas para perros, mucho menos del “Dog Chow” o alguna otra “delicatessen”.

Se le ve pululando cerca de carnicerías y puestos del mercado, donde a veces un alma piadosa le tira un pedazo de pan duro o las sobras del restaurante. Ni labrador ni terrier, el “quiltro chilensis” , como toda América Latina, es mestizaje y, digámoslo, bastardía. Hijo de la calle, como es, su color es el de la tierra y los muros, el “quiltro” es parte del paisaje urbano, como los postes, los semáforos y los escasos árboles.

Su humildad no debe confundirse con falta de nobleza o inteligencia. Sucio y desgreñado, es claro que jamás ganará un concurso de belleza, aunque ha sabido ganarse el corazón de los pobres: intuyendo secretamente quizás algo más que un parecido, suelen aceptarlo y, en el mejor de los casos, adoptarlo. Como “dueño de casa” el “quiltro” adquiere un aire de dignidad que se advierte en la defensa vehemente de “su” territorio y de los suyos.

Como inadvertido habitante de la capital del país, el “quiltro” conoce de persecuciones y matanzas inmisericordes. En nombre de la salud pública o de algún decreto alcaldicio, el “quiltro” se ha visto acorralado y exterminado. Los que aprenden a sobrevivir, sin embargo, siguen ladrándole a la luna y persiguiendo esa pelota de plástico en alguna pichanga de barrio.

Su muerte pasa tan inadvertida como su cachorril irrupción, así, un día cualquiera ya no se ve más su incierta figura. Nadie lo echará de menos, salvo quizás un niño que aprendió a amarlo sin darse cuenta, repitiendo esa sutil y lúdica magia que une para siempre a los niños y a los perros.

5.- Los cementerios

Hay otro París, como hay otro Santiago u otro Nueva York. Es la ciudad ausente, la ciudad de los muertos. Necrópolis silenciosa enclavada en el corazón de las urbes… Por sus avenidas y sus prados, transitan mudos los días que fueron, otras primaveras. En su marmórea arquitectura, el rostro pétreo de la muerte; frío e indiferente; nos recuerda la alcurnia de los fantasmas de mausoleo.

Los nichos más modestos, sin flores ni nombres, disimulan el anonimato de tantos. Entre castaños y robles, entre eucaliptus y plátanos orientales, los muertos nos hablan desde su perpetuidad. Quietos testigos del mundo que una vez creyeron para siempre… Tras la efímera ilusión, la eternidad de inertes huesos minerales, despojados del aroma de la vida. Otra ciudad que pervive entre nosotros; abismo sin tiempo sobre el que se levantan las pirámides de acero y cristal.


¿ Dónde quedaron esos señores engominados, sentados a la mesa?. ¿ Dónde esas damitas de mirada melancólica en color sepia?

Tumbas sin nombres ; muertos de nadie. En esta otra ciudad, también hay olvidos…hombres que un día se desvanecieron tragados por la nada, devorados por la historia…por su historia. Cada generación recuerda a sus antepasados, al cabo de un siglo, ni siquiera el viento susurra sus nombres.

Tumbas resecas en pueblos abandonados en medio del desierto; tumbas oscurecidas por la tupida vegetación austral; tumbas urbanas, de cemento y soledad; fosas comunes, en algún patio del Cementerio General. ¿Dónde están?. El que murió con los ojos vendados sobre un puente del río Mapocho y aquél que murió atravesado por una bala gritando en algo que creía. Otra humanidad, en esta ciudad; espectros que gritan desde el silencio, señalando un misterioso cielo sin estrellas. ¿Dónde están?.

6.- Las iglesias

Como en todas las capitales latinoamericanas, la vida mundana de Santiago de Chile se ve interrumpida, de cuando en cuando, por la irrupción del espacio sagrado. Las Iglesias de la capital interrumpen el ruidoso ajetreo citadino y son un portal hacia aquello que los antiguos llamaban el “mysterium tremendum”. Junto a la lengua y las letras castellanas, junto a la espada, somos herederos también del panteón cristiano. Si la Iglesia y el Estado se conjugaron como instituciones matrices, la nación y el catolicismo se identificaron estrechamente, poniendo su impronta a nuestra naciente cultura.

La Catedral de Santiago, ubicada frente a la Plaza de Armas, es el monumento arquetípico que guarda no sólo los ecos del mundo colonial sino además, las liturgias de la República. Es este el lugar privilegiado que la ciudad ha reservado para sus actos más sagrados. Lugar de reunión de los personajes importantes del momento, lugar de devoción para las beatas de domingo, paisaje naturalizado para la mayoría de transeúntes distraídos.

Nuestras iglesias han sido el espacio de congojas y alegrías, aquí, a los pies del Crucificado se despide a nuestros muertos, se bautiza a los infantes y los novios se prometen un para siempre. Aquí, entre santos y demonios se delimita la calendariedad y la cardinalidad que rige la vida de millones. Los altares recogen las plegarias, los confesionarios secretean nuestras humanas miserias. Aquí se funden los ecos infinitos de nuestra ciudad capital, un murmullo que recoge todas las voces de todos los tiempos.

Todas nuestras iglesias guardan similitud arquitectónica e iconográfica con aquellas que el viajero puede encontrar en Europa, la mayoría de ellas resultan ser copias o citas de otros lugares del mundo. El Nuevo Mundo extendió, a su manera, las siluetas del mundo mediterráneo al cual sumó tintes propios, logrando así construcciones híbridas que en otros lugares de la América barroca alcanzaron cotas notables.

La ciudad de Santiago no sólo acoge las iglesias sino que disemina la fe de muchos de sus ciudadanos en miles de pequeños altares a los muertos. Las “animitas” brotan en esquinas y callejones de barriadas populares, convirtiéndose en algunos casos en lugares de peregrinación. La llamada religiosidad popular da vida a “Romualdito” en el barrio Estación Central, iluminando con velas y placas de agradecimiento un rincón de la ciudad a pocos pasos de una moderna estación de Metro.

La ciudad exterioriza la cultura y la fe de su población en cientos de iglesias y capillas, desde los espacios catedralicios hasta modestas construcciones en madera: católicos, protestantes y mormones proclaman su verdad. Desde uno de los lugares más altos de la capital, la Virgen del Cerro San Cristóbal parece observar con sus brazos abiertos el presuroso ir y venir de millones de seres metidos en un laberinto de calles y edificios que, rara vez, en su breve existencia, levantan su mirada como una presciencia del misterio, cielo e infierno que se juega en cada instante de la vida cotidiana.

7.- El Aleph

Le debemos a Jorge Luis Borges una inquietante metáfora en torno al lugar de la singularidad, uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos. El describe ese punto en un cuento titulado “El Aleph”, incluido en un libro homónimo de 1949, un diminuto universo en el sótano de una casa.

Santiago de Chile posee un microuniverso, su propio Aleph; éste se encuentra ubicado en el llamado “centro” de la capital, cuyo epicentro se halla en la intersección de dos paseos peatonales: Huérfanos y Ahumada.

Entre el Mapocho y la Alameda, entre la carretera y el Santa Lucía, se dibuja la cardinalidad de un pequeño universo de bancos, comercios, restaurantes, cafés y farmacias, muchas farmacias. Es como si los transeúntes necesitaran siempre un analgésico que haga soportable una ciudad bulliciosa y contaminada. Como muchas capitales latinoamericanas, el centro de nuestra capital se nos ofrece como un geométrico tablero de damas. Los nombres de sus calles los hemos aprendido de memoria desde niños: Amunátegui, Teatinos, Morandé, Bandera; Moneda, Agustinas, Huérfanos, Compañía y Monjitas.

El Santiago de antaño nos muestra sus huellas de nuestra “belle époque”, el centro plebeyo y mercantil fue otrora lugar de privilegio y abolengo. Allí el pasaje Matte y el pasaje Agustín Edwards nos lo recuerdan con el aroma del café que brota del “Haití” donde muchos parecen matar el ocio en una conversación de mañana. Aunque si penetramos en las penumbras de los pasajes y callejas descubrimos los llamados “Café con piernas”, exóticos rincones del eros capitalino, refugio de estafetas y “juniors” que por unas pocas monedas sueñan una fantasía de gerentes ejecutivos.

El estruendo del cañonazo al mediodía, casi como un parpadeo, despide la mañana e inaugura la hora de la colación. Desde el clásico “Bar Nacional”, hasta el más modesto y masivo “Windsor”, el capitalino degusta la tradicional dieta chilena, empanadas, cazuelas o “pastel de choclo”. Las últimas décadas han florecido una serie de lugares de nombres extravagantes o, definitivamente, “siúticos” con aire cosmopolita que han traido al paladar criollo desde el “sushi” hasta los “filetes de avestruz” o el “carpaccio de salmón”. Para los nostálgicos, el Mercado ofrece a buen precio “caldillo de congrio” o un plato de “pescado frito”, como en los viejos tiempos.

Todavía es posible lustrarse los zapatos en cada esquina de este mundo o comprar “frutos de la estación” que conviven hoy con toda suerte de buhoneros, dentro o fuera de la ley, que ofrecen lo mismo “copias pirata” del próximo estreno cinematográfico, la Enciclopedia Británica, el último “software” de Bill Gates o perfumes de París. Las calles del centro de la capital en tiempos neoliberales se han convertido en un gran mercado al aire libre: sexo, divisas o alguna “joyita” de ocasión.

Si bien todo el centro se ha convertido en escenario para las poco discretas cámaras de vigilancia que observan a los miles de peatones que deambulan al ritmo de un soso fondo musical, en estas calles cada uno ocupa su lugar de acuerdo a un guión no escrito: cada vez que los uniformados se aproximan, los otros huyen o disimulan su actividad. Como en un gran simulacro, vigilantes y vigilados hacen su papel en el secreto orden de la ciudad.

El distraído transeúnte que corre para cumplir su trámite, no alcanza a presentir el sutil ordenamiento y las férreas jerarquías que imponen sus rigores al centro de Santiago. Entre bocinas y aroma a “maní confitado”, en medio del coro vocinglero que nos anuncia la última novedad, la ciudad respira ese precario equilibrio, apostando en cada esquina entre lo prohibido y lo permitido, o como dirían nuestros abuelos, entre la decencia y la indecencia. Como el Aleph, un universo paralelo en medio de la urbe.

8.- Los poetas

El “Club de la Unión” es un edificio que se levanta entre las calles Bandera y Nueva York,
lugar exclusivo que reunió a los señores más elegantes de la primera mitad del siglo XX. Durante las últimas décadas fue un lugar que se identificó con cierto boato castrense y empresarial. Los “mozos” del lugar, con impecables guantes blancos y un mal disimulado corte miliar servían el “Canard à l’orange” y generosos vasos de “Chivas” a señores impecablemente vestidos y damas con estolas de piel. Un espacio digno de una película de Fellini que bascula entre lo grotesco y lo “rétro”, donde nuestra burguesía solía celebrar matrimonios y cenas anuales.

Cruzando la calle, se encuentra Nueva York 11, la llamada “Unión chica”, discreto club donde pululaban algunos poetas como Jorge Teillier acompañado por el infaltable séquito de discípulos o admiradores. Entre algunas exquisiteces de la charcutería nacional y algunos tragos especiales, la “sangría catalana”, por ejemplo, y los buenos vinos tradicionales chilenos que abundaban en las mesas.

Tras las aburridas sesiones de la “Sociedad de Escritores”, ubicada en Almirante Simpson en las proximidades de Plaza Italia, algunos llegaban a la medianoche a este rincón de la ciudad. Entrada ya la madrugada, el vate entraba en esa mágica “ebriedad poética” y de manera casi “mediúmnica” comenzaba a escribir pequeños versos a “Reinas de otras primaveras” en las servilletas que todos recogían como otoñales hojas del viejo árbol.

Y tú quieres oír, tú quieres entender. Y yote digo: olvida lo que oyes, lees o escribes.Lo que escribo es para ti, ni para mí, ni para los iniciados. Es para la niña que nadie saca a bailar, es para los hermanos queafrontan la borrachera y a quienes desdeñan los que se creen santos, profetas o poderosos

La noche santiaguina envolvía ese “habitar poético” de la capital. Figuras equívocas poseídas por la magia del plenilunio, voces y siluetas que protagonizaron la otra historia de esta ciudad. En sus infinitos versos está escrito en clave el secreto itinerario de estos seres anómalos que llamamos “poetas” a falta de mejor denominación.

Santiago de Chile es también fantasmagoría y delirio, amor y muerte al amanecer. Jamás real, mas siempre verdadera, es la ciudad imaginada y cantada por los poetas venidos de todas partes. Así, tejados, putas y callejones han adquirido su derecho de ciudadanía. Es el otro Santiago, aquel de enaguas y vino tinto, la ciudad imposible que sólo pueden atisbar, algunas noches de lluvia, los gatos y los poetas.

PSICOPODER Y MEDIOS

Desde hace ya más de una década, la sociedad chilena avanza tímidamente hacia una conciencia ciudadana en torno a la contaminación. Si bien nuestros gobiernos se han mostrado timoratos frente al tema, no podemos negar que de manera lenta, muy lenta, vamos tomando conciencia de que no se debe ni se puede contaminar nuestros ríos, talar nuestros bosques ni llenar las ciudades de gases tóxicos. Se trata, que duda cabe, de una tendencia mundial. La biosfera está en peligro y Chile no puede ser ajeno a los fenómenos globales. No podemos sino alegrarnos de que el tópico medioambiental haya sido puesto en el tapete por gobiernos y organizaciones no gubernamentales.

No obstante, no existe la misma preocupación respecto de la “contaminación mediática” que con sus contenidos tóxicos esta envenenando la “psicosfera” contemporánea. El siglo precedente hizo posible que las técnicas de comunicación transitaran desde la escritura a las imágenes televisivas y digitales: esto es, el siglo XX fue el siglo en que las “psicotécnicas” devinieron “psicotecnologías”. En efecto, las imágenes digitalizadas de las redes televisivas e Internet, organizadas desde cuidadosas estrategias de “marketing” se han convertido en la forma actual, no ya de un “biopoder” como lo pensó Foucault sino más bien de un “psicopoder”.

Este nuevo “psicopoder” ha puesto en jaque a todas las instituciones sociales, muy especialmente a las instituciones escolares y universitarias, en cuanto modelan la expresión del deseo. Asistimos, hoy por hoy, a estrategias que movilizan el deseo en función del consumo a escala planetaria. Las imágenes de la hiperindustria cultural se convierten en contaminantes y tóxicas, de manera mucho más radical y peligrosa que los motores de combustión, cuando se propone a las nuevas generaciones un individualismo hedonista y cínico cuyo horizonte no es otro que la autosatisfacción.

La “contaminación mediática” puede llegar a ser tanto o más peligrosa que las otras formas de polución, pues afecta directamente la “psicosfera”, modelando el imaginario social. Dejar al puro arbitrio del mercado una cuestión tan delicada y que compromete el futuro inmediato de las sociedades del siglo XXI no sólo es una irresponsabilidad sino que, en el límite, una ingenua estupidez.

Quizás haya llegado la hora para que la sociedad chilena revise el creciente protagonismo de los medios con una mirada profundamente democrática, pero al mismo tiempo, haciéndose cargo de la responsabilidad social y cultural que les compete.
Las diversas formas en que los medios degradan aspectos fundamentales de la vida social como el lenguaje, la educación, la política, la religión, el saber y el pensamiento, en fin, los pilares de lo que ha sido la civilización humana, no augura otra cosa que un estado de plebeyización de las masas: la barbarie, antesala de formas inéditas de totalitarismo

lunes, 3 de marzo de 2008

BARACK OBAMA: UNA CAMPAÑA DEL SIGLO XXI

Introducción

Tal como se ha escrito, Estados Unidos constituye, al mismo tiempo, una democracia y un imperio. Este ha sido el país donde cristalizó la “modernidad” nacida en Europa: el modelo antropológico, cultural, tecnoeconómico y social que hoy se replica en buena parte del orbe. En cuanto democracia, esta nación se ha visto muchas veces convulsionada por demandas populares, como el movimiento pacifista de los sesenta o la lucha por los derechos civiles de las minorías; en cuanto imperio, ha protagonizado los momentos más bochornosos de la humanidad en su propia tierra como en Dallas y alrededor del mundo como en Viet Nam o Chile.

Cada cierto tiempo, pareciera que los pueblos se hastían del frío “cinismo” que caracteriza a los agentes de la “política performativa”. El candidato afroamericano Barack Obama, en este sentido, irrumpe en la política norteamericana con un mensaje cálido y, en apariencia, ingenuo, sin embargo, imprescindible: el mensaje de la “esperanza” y del “sentido”. El mismo que en su momento trasmitieron a su pueblo hombres como Abraham Lincoln, Franklin D. Roosevelt y John F. Kennedy.

Aunque sobran las razones para mirar con escepticismo este “cambio” en la sociedad estadounidense, no se puede negar la tremenda valentía del candidato. No podemos olvidar que en la capital del imperio se juegan, finalmente, intereses económicos monstruosos de alcance mundial cuya expresión última es el poderío militar encarnado no sólo en las elites castrenses sino en las oscuras, y a ratos siniestras, redes de la “seguridad nacional”.

En contraste con el perfil basto y agresivo del actual mandatario, el candidato señor Obama ofrece el ideario político y el sentido que fundó su nación, un gobierno que se ocupe del bienestar del pueblo y que conviva en forma pacífica y civilizada con el resto de las naciones. Si el señor Obama logra llegar a la Casa Blanca, se inaugura la posibilidad incierta de que “algo” cambie en la política norteamericana y eso, no es poca cosa

Para sorpresa de muchos, el senador por Illinois Barack Obama ha encabezado una avasalladora campaña presidencial que resulta ejemplar de lo que será, en los años venideros, el quehacer político electoral. Una campaña, por cierto, que tiene la más alta probabilidad de alcanzar su propósito: instalar al primer afroamericano en la Casa Blanca.

Los equipos asesores de la así llamada “clase política”, en el mundo entero, harían muy bien en observar con mucha atención las estrategias comunicacionales que se han puesto en juego para crear este fenómeno socio-comunicacional: la “Obamanía”. Examinemos, aunque sea muy sucintamente, algunos elementos clave de la primera campaña presidencial en tiempos de la hiperindustria cultural.


1.- Una visión: Mensaje y Personaje


Lo primero que llama la atención en el vertiginoso ascenso del candidato Obama, es la naturaleza de su mensaje. Se trata de un discurso que apela en primer lugar a cuestiones de fondo. No estamos ante un candidato más que viene a reducir tal o cual impuesto o a enmendar parcialmente alguna ley, se trata nada menos que de “cambiar la política” ejecutada hasta aquí. La proposición es radical, pues instala al candidato en oposición al desacreditado “establishment” de Washington, así cual David, nuestro héroe candidato pretende enfrentar a Goliat. Lo hace con las únicas armas que posee, el apoyo de su pueblo. Esta invitación al pueblo norteamericano hacia la aventura del “cambio” logra instalar en el imaginario social, colonizado por el consumismo y los medios, dos nociones centrales: “esperanza” y “sentido”. Notemos que la “esperanza” y el “sentido”, son valores positivos que se oponen como es obvio al desencanto hipermoderno y al sinsentido que prevalece en culturas hedonistas. Sin embargo, su eficacia política radica en que dichos conceptos entran en colisión con la estrategia política de la actual administración en Washington, que ha basado su discurso en el “miedo” frente a la amenaza externa.

Hay un hecho no menor que, sin embargo, suele pasarse por alto. Cuando Barack Obama apela a dos grandes valores de raigambre religiosa, delimita un nuevo horizonte en el imaginario social norteamericano. Por decirlo así, actualiza el “mito” fundacional de los Estados Unidos, con toda la carga afectiva que ello implica. Cuando un político logra articular la dimensión “mitopoyética” de su pueblo acrecienta su papel como “estadista”. Lo propio del “estadista” es cristalizar una “visión”, un sentido profundo, de su lugar en la historia.

El mensaje del candidato Obama, es cierto, se ocupa de asuntos tan concretos como el sistema de salud de sus conciudadanos o la presencia militar en Irak, pero nada de ello sería muy efectivo si no encontrase un lugar trascendental en el gran relato, en el sentido último de toda la gesta. Los mensajes de Obama no podrían sino apelar a la “unidad” atemporal que supone la mitología norteamericana, unidad que trasciende el racismo, la diferencia de estratos sociales o de género. Esto se traduce en que Obama es un candidato cuya empatía le gana adeptos entre blancos, negros, asiáticos y latinos. Al igual que un predicador evangélico, el discurso del valiente senador habla desde lo trascendente para ocuparse de lo cotidiano. En cada estado de la Unión Americana, en cada condado, en cada pueblo, se conjuga lo trascendente con lo prosaico, de suerte que todos pueden sentirse concernidos.

Barack Obama, el personaje, posee una serie de atributos nada desdeñables. Se trata de alguien muy culto, profesor universitario, de voz grave y ademanes austeros, no exento de simpatía personal. Un hombre locuaz y seductor en el mejor sentido del término. Comparte con J.F. Kennedy y Martín L. King cierta “aura” carismática que alcanza su cúlmen en las presentaciones personales en actos masivos. El candidato maneja a la perfección las técnicas de locución, su lenguaje es claro y sencillo, con frases simples aunque contundentes. Casi todas sus presentaciones son verdaderos “espectáculos” tapizados de ingenio, humor y mucha emoción. Cualquiera de sus discursos públicos es fácilmente convertido en un “vídeo clip”. En pocas palabras, Barack Obama es un personaje telegénico capaz de seducir a su audiencia, provocando una sensación de proximidad psíquica y social.

Si bien su condición de afroamericano, y el hecho de llamarse Barack Hussein, podrían haberle jugado en contra, no ha ocurrido así. Por el contrario, en un mundo hipermoderno en que el “ethos” de la tolerancia se ha instalado bajo el concepto de la “multiculturalidad” en las sociedades de consumo desarrolladas, lo que era hace décadas una desventaja bien pudiera tener en la actualidad el efecto contrario.

Nótese que en el contexto de una pugna al interior de su partido, Barack Obama no puede capitalizar su condición de senador “Demócrata” en contraste con su contendor “Republicano”; por esto, el proceso comunicacional de construcción de Obama ha seguido el mismo camino que el de las estrellas del espectáculo, esto es, se privilegia al personaje sobre cualquier otro nexo.

Por último, es digno de tenerse en cuenta que todo el discurso de Barack Obama esta teñido por un talante “ético” que rememora los tiempos ya lejanos del puritanismo protestante. Su fuerza radica en la percepción generalizada de que en la capital del país se vive un estado de corrupción y de degradación, donde los negocios y el dinero están por sobre las verdaderas necesidades del pueblo. Obama es la “vox populi” en cuanto denuncia el actual estado de cosas y promete un “cambio” ético en las prioridades de la Casa Blanca. He ahí su “esperanza”, su “sentido” profundo, pero también su inmensa fuerza.


2.- Hiperindustria cultural: Imágenes y redes sociales


Barack Obama es una construcción socio-comunicacional en los tiempos de la hiperindustria cultural. Su “video clip” puesto en “Youtube” ha tenido mas de cuatro millones de visitas en poco más de un mes. Muchas de sus conferencias y presentaciones en público se encuentran grabadas con subtítulos en español en dicho sitio de Internet. Su campaña utiliza profusamente los medios que ofrece la red.

No obstante, sólo una suprema ingenuidad nos podría llevar a la conclusión de que el uso de estas nuevas tecnologías explica el fenómeno de la “Obamanía”. Las tecnologías actúan más como “catalizadores” que como “agentes”. Esto quiere decir que lo fundamental no son las “redes informáticas” en sí mismas sino las “redes sociales” construidas gracias a ellas y catalizadas por éstas. Quiere decir, además, que es un error considerar los dispositivos tecnológicos como una singularidad, pues en definitiva los sitios de Internet sólo recogen fragmentos de flujos televisivos o la voz de alguna emisión radial o las fotografías digitales de la gran prensa. En suma, la construcción socio – comunicacional es, al mismo tiempo, un tejido social y una configuración mediática.

Insistamos, el éxito de Obama no está en los sitios de la Web y ni siquiera en los videos de Youtube sino en las redes sociales creadas a propósito de dichos dispositivos tecnológicos. Las nuevas tecnologías catalizan fenómenos sociales en ciernes que de otro modo se hubiesen visto frustrados como demanda local. Barack Obama habla del “pueblo” (people) y de los trabajadores (workers), esto es, habla en el registro del reformista radical, pero lo hace revestido por el “glamour” de las estrellas mediáticas.

El movimiento social de voluntarios está constituido por comunidades transversales en diversas partes del país, es decir, se trata de agrupaciones voluntarias que trascienden cualquier criterio étnico, etario o socioeconómico. Obama llama a sus filas a “una nación” para que reencuentre su “sentido”, su “esperanza”. Es interesante destacar que el fenómeno Obama pone en el tapete la cuestión de la “esperanza” y el “sentido”, esto no nos parece, en absoluto casual. Todos los estudios sobre las sociedades postindustriales o postmodernas apuntan a un desfondamiento del sentido, a una falta de esperanza. Pues bien, el gesto de Obama no es otro que reconocer en tales cuestiones el problema político axial de las sociedades desarrolladas contemporáneas.

Desde un punto de vista cultural y comunicacional, lo inédito de la campaña de Obama radica en el hecho de que por vez primera el reclamo contestatario, en el contexto de una sociedad de consumo altamente mediatizada, se hace desde los “códigos de equivalencia” del mercado imperante, es decir, desde los lenguajes audiovisuales anclados en la codificación digital. No estamos ante una tradicional “campaña “broadcast” con su retahíla de “spots” y “franjas políticas” sostenidas por partidos institucionalmente reconocidos sino que asistimos a la primera “campaña podcast” sostenida en redes ciudadanas, en principio libres y aleatorias.

Las nuevas tecnologías sirven de plataformas, flexibles y personalizadas, para formas nuevas de ejercer la ciudadanía. Se trata de una mutación antropológico política de primera importancia, no exenta de riesgos. Así, junto a numerosas páginas que celebran al candidato surgen los detractores que acusan al postulante a la Casa Blanca de “Anticristo”, “musulmán”, “falso profeta”, entre muchas otras. Los videos de la red constituyen un rico “corpus” de Clips y Anticlips que incluyen chistes y obscenidades de diverso calibre. Nada de todo esto desautoriza, empero, la idea de que estamos ante la inauguración de una “campaña podcast”.

Desde una perspectiva política, Barack Obama se enmarca dentro de los discursos reformistas como ha habido muchos en Estados Unidos. Pero muy pocos de entre ellos han cautivado a los electores de la manera en que lo ha hecho Obama y, ninguno anterior a él ha tenido posibilidades ciertas de llegar a ser presidente del país más poderoso de la tierra.


3. – Las lecciones de Barack Obama


Se puede afirmar que Barack Obama es el hombre adecuado en el momento adecuado. Sin embargo, esta frase de sentido común no alcanza a explicar mucho sobre lo “adecuado” del hombre y del momento histórico. Es claro que Norteamérica se encuentra en un tiempo determinado por el trauma que significó el 11/9. Por vez primera, millones de estadounidenses supieron que su nación era vulnerable a ataques terroristas.

Esto le ha dado a la cultura cotidiana en los Estados Unidos un matiz “paranoide” que se traduce en crecientes, y a ratos impopulares, medidas policiales y en un clima de miedo generalizado instilado a diario por los medios de comunicación. Así, cada navidad, junto al rostro barbudo de Santa Claus, reaparece el rostro espectral de Osama Bin Laden con algún nuevo mensaje al pueblo norteamericano o a su gobierno. Esta relación de “doble vínculo” con la realidad social que bascula entre la ensoñación opulenta de una sociedad de consumo desarrollada y el Armagedón del terrorismo nuclear, biológico o convencional conduce ineluctablemente al agotamiento. Un pueblo que ha sido sometido a un tratamiento mediático tan duro se convierte en poco tiempo en un pueblo sin ilusiones.

Barack Obama es el único candidato que restituye el protagonismo a la “esperanza”, esto es a un posible “sentido histórico”. Ante un pueblo desencantado, Obama ofrece la posibilidad de redimir a Norteamérica de los excesos neoconservadores que han aumentado la pobreza y disminuido los beneficios entre los más desposeídos. Ante un pueblo sumido en una guerra dolorosa en vidas, costosa, lejana y difícil de justificar, Obama ofrece caminos hacia la paz. En este estricto sentido, el discurso de Obama se ha instalado punto por punto en las antípodas del discurso oficial, capitalizando un abierto descontento hacia la actual administración. Barack Obama ha construido un “verosímil” desde el reformismo radical, aquel, precisamente, que cuestiona los fundamentos mismos de la política en Washington. En los sectores populares la ecuación simple no podría ser más clara: “Bush es la enfermedad, Obama es la cura”

Podríamos aventurar que la campaña de Barack Obama deja varias lecciones. La primera es que la naturaleza de los lazos sociales ya no responde a las claves sociológicas tradicionales, territorio, clase social, raza o edad. Las nuevas tecnologías están reconfigurando la naturaleza, alcance y modalidad de las identidades y lazos sociales. Segundo, la participación ciudadana puede y debe ser repensada ya no desde la territorialidad de las comunidades o vecindarios sino desde el espacio virtual de las redes. Tercero, los discursos político institucionales han sido erosionados por el descrédito de sus agentes, de allí la poca eficacia de los dispositvos oficiales, verticales y jerárquicos (broadcast). Por el contrario, parece imponerse una modalidad horizontal, flexible, de libre creación aunque no espontánea como parece (podcast). Cuarto, los discursos disciplinarios de corte policial funcionan puntualmente ante estímulos concretos (un atentado, un magnicidio), pero pierden su legitimidad con suma rapidez en sociedades de consumo signadas por el hedonismo individualista. Quinto, el imaginario social no puede sostenerse de manera estable sin un marco de referencia ético que trascienda la contingencia. Las nociones de “sentido” y “esperanza” deben ser alimentadas de manera constante para que su lozanía “mitopoyética” perdure en el tiempo.

Barack Obama parece haber entendido muy bien el “zeitgeist” en que le toca actuar, en cuanto el “sentido histórico y ético”, en sociedades democráticas, no puede estar disociado de los sueños y anhelos inscritos como legítimos en la matriz antropológica de un pueblo. Cuando la línea que separaba la esfera pública de la esfera privada se ha desdibujado en las sociedades de consumo, las cuestiones que atañen a la “felicidad” de cada cual se convierten en una prioridad política. Por ello, hablar de paz y esperanza es tan importante como referirse al sistema de salud o a los derechos de la infancia.

Por último, la presencia de Barack Obama nos enseña que los sueños no perecen. En un vídeo reciente que circula en la red podemos ver y escuchar nuevamente a Martin L. King y a John F. Kennedy fundidos con la imagen de Obama. Por paradojal que pudiera parecer, en ciertas circunstancias el tiempo de la historia se cruza con la dimensión atemporal del mito. Así, quienes han creído abolir para siempre un determinado sueño en la historia, descubren que éste regresa inevitable, el mismo y, sin embargo, distinto. Pareciera que Barack Obama habla de sueños que ya fueron proclamados hace décadas. Su voz no hace sino actualizar ecos de otras voces que resuenan en la historia de su nación con un mensaje que es el mismo y distinto.


CULTURA GENERAL

Hace algunas décadas, nuestros padres insistían mucho en un concepto que nos resultaba difuso cuando niños: “cultura general”. Tener cultura general era estar advertido del mundo en que vivíamos: conocer el mapa y las capitales de otros países lo mismo que reconocer a tal o cual personaje de la historia antigua o reciente, nacional o extranjero.

Se suponía que un bachiller, actual cuarto medio, poseía una amplia “cultura general”. Es decir, tanto la educación como las lecturas personales del joven egresado le habían dado un marco de referencia histórico, geográfico, filosófico y ético que le permitían actuar como un ciudadano responsable.

La reciente encuesta dada a conocer por la “Fundación Futuro” es preocupante. Es cierto que nadie está obligado a conocer la capital de Australia o al autor de “Aída”, pero las cifras están denotando un abismo soterrado: una amplia mayoría de chilenos carece de “cultura general”, es decir, no alcanza el nivel de un Liceo aceptable.

Este fenómeno de una cierta “ignorancia de masas” no es privilegio de este rincón del mundo, es un síntoma lamentable que recorre el mundo contemporáneo. Esto se explica en parte por el declive de la llamada “ciudad letrada”, lo que significa que pocos leen prensa impresa y aún menos visitan las bibliotecas y menos todavía leen libros. Aquella ciudad ilustrada va cediendo su espacio histórico a la ciudad virtual, ciudad de efímeros lenguajes audovisuales.

Así, aquel mundo ilustrado anclado en la convicción, va siendo reemplazado por el mundo de la seducción, es decir de los gustos. Cuando los gustos, que en el límite se convierten en “modas” o “caprichos”, adquieren el protagonismo cultural, lo que se erosiona es toda posibilidad de establecer valores trascendentales y con ello la posibilidad misma de reclamar jerarquías legítimas y disciplinarias.

Los medios de comunicación han extendido las leyes del mercado al mundo de las imágenes y con ellos las estrategias del “marketing” que modelan a su antojo el imaginario de las nuevas generaciones. Por ello se habla hoy del “psicopoder” de la hiperindustria cultural y, los más pesimistas, de la “cultura de la incultura”.

El riesgo de una “sociedad de ignorantes” con alta tecnología, es perpetuar un orden de cosas que implica degradación de la biosfera, pauperización de gran parte de la humanidad y una violencia real y simbólica globalizada, en que la democracia es una pura “performance” estadística y televisiva. Un horizonte posible de una sociedad tal bien pudiera ser el autoritarismo globalizado, es decir, la barbarie.