lunes, 15 de septiembre de 2008

martes, 9 de septiembre de 2008

A 35 AÑOS DEL GOLPE DE ESTADO


No es fácil referirse a los sucesos del once de septiembre de 1973, dejando fuera las propias pasiones. Es así porque se trata de un acontecimiento traumático para una gran mayoría de chilenos, cuyas consecuencias debemos vivir cotidianamente hoy. El Golpe de Estado ocurrido hace ya más de tres décadas no es un hecho histórico sepultado en el pasado. Por el contrario, el presente económico, político y cultural del Chile actual no se explica sino por aquella fecha.

La dictadura militar diseñó la matriz de la cual emerge el Chile de hoy. Un modo particular de organizar la economía, el neoliberalismo. Una manera de administrar la política, una democracia de baja intensidad. Un tipo de cultura adversa de toda forma colectivista o asociativa, el individualismo. Este molde sigue vigente en todas y cada una de sus partes. Cualquier observador desapasionado debe consentir que el diseño militar ha sido objeto de escasas medidas cosméticas. Bastará pensar, por ejemplo, en la Constitución Política que sigue siendo la pauta general sobre la que se ordena la vida nacional.

El sentido último de esta reorganización militar del Chile contemporáneo, ha sido y es, salvaguardar la tradición y el orden de la nación. Es decir, como afirmó el mismo Pinochet: salvar vida y fortuna a las elites dirigentes que sintieron amenazados sus privilegios. Dicho con absoluta honestidad, debemos admitir que las vigas maestras del diseño militar han funcionado hasta nuestros días, cumpliendo cabalmente el propósito para el que fueron creadas. Desde la ley electoral hasta la legislación en torno a la salud, la previsión social o las leyes tributarias.

En rigor, la llamada Concertación de Partidos por la Democracia, no ha hecho sino administrar el modelo heredado, con el claro compromiso de garantizar su continuidad. De suerte que más allá de sus epilépticas bravatas y del gastado discurso demagógico, los personeros concertacionistas han actuado más como “estafetas” de la derecha económica que como representantes del pueblo. Incapaces de llevar adelante un proyecto histórico alternativo, se han sumido en una atmósfera de ineptitud y de, para decirlo con elegancia, “debilidad moral”.

Como en una mala novela de terror, el amnésico Chile de hoy vuelve su mirada a las luminosas vitrinas del consumo suntuario, a las rutilantes pantallas de plasma, mientras en el patio desentierran osamentas de algún vecino o pariente. Son los muertos silenciados por esta historia macabra que todavía persiste, obstinada, en ocultar cadáveres en el ropero. El once de septiembre no ha terminado en nuestro país, está presente en cada línea de la Constitución, en el opaco gris de los cuarteles y comisarías; en la risa socarrona del “honorable”, y en muchos “hombres de negocios”. El once de septiembre sigue vivo en quienes tanto le deben al General.

El crimen cometido en Chile no atañe, tan sólo a los dramáticos sucesos conocidos por todos. El verdadero Mal está todavía con nosotros, en nuestra vida cotidiana, en la injusticia naturalizada y aceptada como desesperanza. La verdadera traición a Chile es haber impedido que, por vez primera, aquel hombre y aquella mujer humildes, hubiesen comenzado a construir su propia dignidad en sus hijos, y en los hijos de sus hijos.

En un sentido último, Augusto Pinochet Ugarte, fue la mano tiránica que interrumpió la maravillosa cadena de la vida. Como Caín, el general asesinó a sus hermanos, ofendiendo al Espíritu que late en el fondo de la historia humana. Sus obras, su herencia lamentable ya la conocemos: generaciones de chilenos condenados al infierno de la ignorancia, la pobreza, el luto y la indignidad. En el Chile del presente no hay paz para los muertos como tampoco la hay para los vivos.

Más allá de las complicidades de la mentira para ocultar la naturaleza de aquella tragedia; por mucho que se esfuercen algunos falsos profetas en exorcizar las cenizas, enseñando la resignación; y más allá de los demagogos de última hora que administran hoy el palacio: hay un pueblo silencioso y paciente que encarna el advenimiento histórico de un mundo otro