Race de Caïn, ton supplice Aura-t-il une fin?
Abel et Caïn. Charles Baudelaire
1.-La sociedad de los poetas
A fines del siglo XIX, la cultura en el ámbito latinoamericano sufrió una gran conmoción que tuvo consecuencias estéticas y políticas. Ángel Rama ha dado buena cuenta de ello a propósito de Rubén Darío[1] En efecto, la irrupción del mercado transformó el régimen de significación prevaleciente hasta 1900. Como escribe Rama:”La repetida condena del burgués materialista en que unánimemente coinciden los escritores del modernismo, desde los esteticistas que acaudilla Darío —como se puede ver en su cuento “El rey burgués”—, hasta sus objetores, poseídos de la preocupación moral o social, tanto en la línea apostólica de Martí como en la didáctica de Rodó, responde a la más flagrante evidencia de la nueva economía de la época finisecular: la instauración del mercado”[2]
Es interesante destacar que la crisis finisecular que conmueve al modernismo se traduce en el ocaso de los “poetas” como figuras protagónicas del quehacer cultural de la época: “Producida la división del trabajo y la instauración del mercado, el poeta hispanoamericano se vio condenado a desaparecer. La alarma fue general. Se acumularon centenares de testimonios denunciando esta situación y señalando el peligro que para la vida espiritual profunda de las sociedades hispanoamericanas comportaba la que se veía como inminente desaparición del arte y la literatura. A los ojos de los poetas, el mundo circundante había sido dominado por un materialismo hostil al espíritu, en lo que no se equivocaban mucho, y si algunos confundieron la fatal quiebra de los valores retóricos del pasado con la extinción misma de la cultura, los más comprendieron agudamente lo que estaba ocurriendo”[3] Hagamos notar que paralelo a este ocaso del poeta, emergía en Francia una figura inédita, el “intelectual”. Recordemos que en 1898, Èmile Zola escribe su famosa carta “J’Accuse” en el diario “L’Aurore”, dirigida nada menos que al Presidente de la República, lo que le valió un proceso por difamación y un breve exilio en Londres.
Mientras la figura histórica del poeta era degradada a la condición de excrecencia que ya no encuentra sitio en una sociedad burguesa mercantilizada[4], el intelectual ligado a los medios de comunicación comienza su camino para convertirse en la “conciencia moral” de su sociedad. El nuevo régimen de significación ya no podía otorgarle al poeta dignidad alguna, quizás fue Baudelaire uno de los primeros en advertir este fenómeno cuarenta años antes en París.[5] Ante el advenimiento de una nueva configuración económico –cultural que se convertirá en pocas décadas en la naciente “industria cultural”, es decir ante un nuevo modo de producir, distribuir y consumir los bienes simbólicos, la única posibilidad para los poetas fue la de convertirse en intelectuales.
Mientras la analogía del poeta y el anarquista lo volvía un personaje peligroso e indeseable, muy difícil de vindicar; el intelectual ligado a los libros de ideas como dispositivos de una gran industria editorial de gran tiraje, emergía como un “líder de opinión” y, en el límite, como “ideólogo” en una sociedad de masas convulsionada por revoluciones de distinto sello. El lugar del intelectual era discutido entre fascistas, marxistas y liberales, pero pocos se atrevían a negarle su espacio y dignidad.
En la actualidad, hay muchos que anuncian el fin de los intelectuales[6] De hecho, podemos constatar a diario que el nuevo “sentido común” ya no viene de ilustrados “líderes de opinión” sino de los medios de comunicación y sus “estrellas”. Este nuevo estado de cosas remite, por cierto, a una reconfiguración cultural que en toda su radicalidad implica un nuevo régimen de significación: la hiperindustrialización de la cultura.
2.- Hiperreproducibilidad: Hiperindustria Cultural
Antes de caracterizar la encrucijada en que se encuentra la figura del intelectual, se hace indispensable introducir algunas distinciones teóricas a la escena comunicacional contemporánea.
Entre las muchas acepciones que puede tener la noción de “cultura”, está ciertamente, aquella de índole comunicacional. En efecto, la cultura puede ser entendida en cuanto una cierta configuración o régimen de significación que estatuye límites y posibilidades en dos sentidos: en primer lugar, toda cultura genera un modo de producir, distribuir y consumir bienes simbólicos, es decir, toda cultura posee una dimensión “económico – cultural”. En segundo lugar, y no menos importante, los límites y posibilidades de un cierto régimen de significación trazan el horizonte de “lo concebible”, esto es, las posibilidades del imaginario social, tanto desde una dimensión perceptual como cognitiva. Así, entonces, la cultura en tanto régimen de significación no sólo atañe a la dimensión objetiva del fenómeno sino también a la dimensión subjetiva.
Entre los primeros en advertir las mutaciones que traía consigo la industrialización de las comunicaciones se destaca la figura de Adorno, quien acuñó el concepto de “industria cultural”, para hacer evidente la producción seriada de bienes simbólicos. Por su parte Walter Benjamin mostró con nitidez las implicancias del nuevo modo de significación, en cuanto una abolición del modo de existencia aureático de las obras y la subsecuente transformación del “sensorium” bajo la experiencia del “shock”.
El diagnóstico de los frankfurtianos bien merece ser revisado a más de cinco décadas, pues hoy resulta claro que a la reproducción mecánica advertida por Benjamin se suma la hiperreproducción digital, devenida una practica social de bajo coste y sin pérdida de señal. Este panorama crea en los hechos las condiciones de posibilidad para una hiperindustrialización de la cultura, esto es, la expansión de una red capilar, abierta y horizontal, que permite una comunicación no centralizada al modo “broadcast” sino el acceso de todos a todos.[7]
La hiperindustria cultural, dirigida a públicos hipermasivos, es capaz de crear una sincronización plena entre los flujos temporales de conciencia y los flujos massmediáticos audiovisuales, transformando con ello la cardinalidad y temporalidad del imaginario social contemporáneo.
El plañidero reclamo ilustrado ante la actual cultura de masas inmersa en las coordenadas de las sociedades de consumo, pretende instituir el momento de la reflexión y la convicción frente a un mundo de flujos orientado hacia la seducción, convirtiéndose en mera nostalgia ante un capitalismo libidinal cuyo epicentro no es sino el deseo.
La figura del intelectual nacido en una época en que el “sensorium” estuvo marcado por un régimen cuya configuración básica fue la “grafósfera” como matriz mental, se encuentra ahora en una encrucijada compleja ante el nuevo mundo de la videósfera, nuevo modo de percibir, conocer y pensar.
No olvidemos que el intelectual es la exaltación del individuo privilegiado, aquel sujeto de las sociedades burguesas que por sus virtudes y conocimientos era capaz de iluminar a las masas. El intelectual es el autor, la “auctoritas”, el propietario y origen de un discurso. Tal figura es impensable en un mundo plebeyo mas igualitario. El “homo aequalis” instituido como “usuario” o “consumidor” no es compatible con la noción de intelectual. Así, tanto la nueva división del trabajo, como una cultura igualitaria y consumista ligada genéticamente al espectáculo, no admite ni necesita intelectuales.[8]
3.- Los silencios de Caín
Si hace un siglo, la figura de Caín se encarnó en el poeta que no encontró su lugar en las sociedades burguesas finiseculares, hoy en día el “expulsado del Paraíso” es el intelectual. Nuestra hipótesis apunta a un doble movimiento, por una parte, una transformación del régimen de significación en los albores del siglo XXI, esto es, una mutación simultanea de la dimensión económica cultural como de los modos de significación que excluye la figura histórica del intelectual. Pero, al mismo tiempo, el fenómeno posee un alcance político no menor: la extinción del pensamiento crítico. Así, entonces, el mentado “silencio de los intelectuales” remite tanto a una “revolución cultural” derivada de la convergencia tecnocientífica logística, y de telecomunicaciones que ha transformado los “códigos de equivalencia” de una cultura planetarizada, como a una hegemonía política de los flujos de capital devenido significantes digitalizados.
Asistimos a la paradoja en la cual pareciera que los intelectuales han enmudecido, precisamente, en el momento histórico en que se multiplican las “buenas causas” que bien merecen una reflexión seria: degradación de la biosfera, empobrecimiento de los medios de comunicación social, extensión global de la violencia y pauperización acelerada de gran parte de la humanidad. Como afirma Subirats: “Definir este cambio histórico es una tarea compleja… Pero podemos formularlo provisionalmente a partir de tres constituyentes que definen la crisis civilizatoria de nuestro tiempo: primero, la destrucción de la biosfera; segundo, la eliminación de las memorias culturales; por último, el nihilismo, el principio ético y epistemológico autodestructivo que alimenta nuestro presente histórico”[9]
Si el presente representa ya un descalabro planetario nunca antes visto, las previsiones para el futuro inmediato resultan apocalípticas: “La perspectiva sobre el futuro que arrojan estos cuadros sociales es simplemente aterradora. Presupone que una fracción creciente de la humanidad tiene que ser excluida del derecho a la supervivencia, ya sea en términos monetarios, sometiéndoles a políticas corruptas y economías de expolio, o bien bajo las restricciones, cada día más extremadas, al acceso social de los recursos naturales más elementales, como agua, tierra y aire no contaminados. El principio de esta exclusión ya ha sido formulado por las políticas y las elites de las grandes corporaciones y organizaciones militares mundiales a lo largo del 2003. Y se ha hecho precisamente en los foros y las cumbres de las Naciones Unidas.”[10]
Frente a esta verdadera distopía convertida por la hiperindustria cultural en imágenes cotidianas, la figura del intelectual se encuentra sintomáticamente ausente. Tal parece que su ausencia es condición de posibilidad para que la pesadilla siga adelante, esto es lo que piensa nuestro autor cuando señala: “Este proceso de regresión cultural no podría tener lugar sin una condición preliminar: el silencio de los intelectuales bajo cualquiera de sus manifestaciones, ya sean artísticas o académicas, periodísticas o literarias”[11]
Este silencio de los intelectuales no obedece, desde luego, a la “voluntad” del estamento académico o artístico. Se trata más bien de una mutación del régimen de significación que acompaña un proceso todavía mayor cual es la nueva configuración del capital a escala global. Como denuncia Subirats:” Lo que quiero denunciar es más bien que este artista o intelectual ha sido aislado y trasformado, y en última instancia eliminado a través de las normas de la industria cultural y de la reconfiguración de la vida académica bajo las categoría corporativas de departamentalización y profesionalidad.”[12]
La conclusión de Subirats es apasionada y rotunda: “Bajo la primacía absoluta de la ficcionalización de lo real y de la reducción de la cultura a entertainment se han eliminado las voces y las tradiciones intelectuales más lúcidas del siglo XX como si no fueran otra cosa que un deliro superfluo”[13]
Se advierte en nuestro pensador un cierto talante “ilustrado” que al igual que Adorno, desconfía de los medios masivos y del entertainment, reponiendo en cierto modo un debate de los años sesenta.[14] Nos interesa destacar, sin embargo, la primera afirmación en torno a una “ficcionalización de lo real”. Efectivamente, la hiperindustrialización de la cultura logra una sincronización plena entre los flujos temporales de conciencia y los flujos massmediáticos, produciendo una “ficcionalización de lo real”, modo oblicuo de afirmar que los medios de comunicación han alcanzado la capacidad para fabricar el presente histórico. Esta capacidad ya no se afinca en la escritura como sistema retencional sino en la digitalización audiovisual.
4.- El ocaso de la crítica
Cualquiera sea la envergadura de la pesadilla en que estemos inmersos, es innegable que ésta se nos ofrecerá como una virtualidad HD (High Definition). Nada de este virtuosismo tecnológico, empero, le resta urgencia y legitimidad al reclamo del filósofo: “La alegre banalización y la subsiguiente abdicación de las tradiciones críticas en las culturas de cuatro continentes, la insolidaridad con las resistencias y protestas sociales en nombre de la superación de los sujetos históricos, y la celebración de la cultura como espectáculo han enmudecido a esa intelligentsia tachada frente a lo que hoy se exhibe obscenamente como sus últimas consecuencias: la trivialidad de la guerra como videojuego, la deconstrucción estadística de la democracia como performance, y una devastación de ecosistemas, comunidades humanas y culturas de magnitudes incontrolables bajo el espectáculo global de paraísos comodificados y una arcaica impasibilidad social.[15]
El ocaso de la figura del intelectual es un proceso histórico y cultural en curso, derivado de una acelerada hiperindustrialización de la cultura. No obstante, el reclamo de Eduardo Subirats encuentra su asidero en algo todavía más profundo: no se trata del fin del “pensamiento” sino más bien del ocaso de un cierto “pensamiento crítico”. Así, un proceso histórico y cultural es, al mismo tiempo, un proceso político.
La situación es inquietante, pues a fines del siglo XIX, la figura del poeta se desplazó hacia la del intelectual, lo que le garantizó cierta dignidad en las nuevas coordenadas económico culturales. Recordemos que, finalmente, los poetas de fines del siglo XIX lograron instalarse en las nuevas coordenadas culturales, transformándose en intelectuales. Como escribe Rama: ”Pero había un modo oblicuo por el cual los poetas habrían de entrar al mercado, hasta devenir parte indispensable de su funcionamiento, sin tener que negarse a sí mismos por entero. Si no ingresan en cuanto poetas, lo harán en cuanto intelectuales. La ley de la oferta y la demanda, que es el instrumento de manejo del mercado, se aplicará también a ellos haciendo que en su mayoría devengan periodistas. En efecto, la generación modernista fue también la brillante generación de los periodistas, a veces llamados a la francesa “chroniqueurs”, encargados de una gama intermedia entre la mera información y el artículo doctrinario o editorial, a saber: notas amenas, comentario de las actualidades, crónicas sociales, crítica de espectáculos teatrales y circenses, eventualmente comentario de libros, perfiles de personajes célebres o artistas, muchas descripciones de viaje de conformidad con la recién descubierta pasión por el vasto mundo. Cronistas específicamente fueron Gómez Carrillo y Vargas Vila, pero también lo fueron Gutiérrez Nájera y Julián del Casal, y, sobre todo, los dos mayores: Martí y Darío”.[16]
La situación en la actualidad es muy otra: el intelectual no encuentra un locus al cual pudiera desplazarse. Las categorías de “experto” o “consultor”, así como la de “académico” requieren no sólo de una alta especialización sino que exigen las más de las veces una mirada pretendidamente “científica y objetiva”, esto es, “despolitizada”. Por lo demás, el campo laboral de los “expertos” y “consultores” está constituido por gobiernos, corporaciones u organismos multinacionales cuyos intereses están predeterminados. Por otra parte, el espacio universitario no sólo se ha profesionalizado sino que además se ha privatizado, al punto de convertir los centros de estudios superiores en verdaderos “Think Tanks” de gobiernos y empresas transnacionales. En las actuales circunstancias, cualquier reivindicación de la tradición crítica supone la exclusión de los circuitos legitimados. Así como el poeta fue degradado hacia fines del siglo XIX a la condición de anarquista y peligroso; hoy, el pensamiento crítico y con ello la figura del intelectual es degradado a la condición de lo marginal y lo excéntrico, cuando no, a cómplice de la violencia y el terrorismo. El intelectual de tradición crítica carga con la marca de Caín y es, en el mejor de los casos, un molesto diletante muy lejano de aquella “conciencia moral” de otrora. La nueva “conciencia moral” está ahora instalada en los medios hipermasivos que transmiten en tiempo real la historia pasada, presente y futura de la humanidad.
5.- Espectáculo y Barbarie
La figura del intelectual ha quedado atrapada en un doble movimiento, que como una telaraña se expande por el mundo entero. Primero: El mismo desarrollo de la industria cultural que catapultó a los intelectuales hasta los años setenta, hoy los sepulta al desplazar su “lenguaje de equivalencia” desde la escritura al audiovisual digitalizado en red. La hiperindustrialización de la cultura, forma contemporánea de los flujos simbólicos hipermasivos, hipermediales y anclados a la estética del “shock”, deja fuera el pensamiento deliberativo – reflexivo - critico inherente al ejercicio escritural y toda forma de actividad intelectual. Segundo: La caída del muro como exteriorización de una crisis mayúscula de los metarrealatos de la modernidad y de sus excesos, ha creado las condiciones de posibilidad para un nuevo “ethos”, sea que le llamemos postmodernidad, hipermodernidad o postcomunismo.
El nuevo “ethos” entraña, que duda cabe, serios riesgos políticos, pues tal como ha señalado Eagleton: “El pensamiento postmoderno del fin – de - la - historia no nos augura un futuro muy diferente del presente, una imagen a la que ve, extrañamente, como motivo de celebración. Pero hay en realidad un futuro posible entre otros, y su nombre es fascismo. La gran prueba del postmodernismo o, por lo que importa, de toda otra doctrina política, es cómo zafar de esto. Pero su relativismo cultural y su convencionalismo moral, su escepticismo, pragmatismo y localismo, su disgusto por las ideas de solidaridad y organización disciplinada, su falta de una teoría adecuada de la participación política: todo eso pesa fuertemente contra él”.[17] Bastará tener en mente la llamada “Global War”, o Guerra Global contra el terrorismo, que supone un estado de guerra permanente, difusa y que compromete al planeta en su totalidad. Una guerra, por cierto, que supera el “complejo militar industrial” de mediados del siglo XX e inaugura el “complejo militar mediático”. Lo mediático y lo militar son dos componentes fundamentales que nos traen a la mente el concepto de “fascismo”. Como escribe Subirats: “Bajo esta doble constelación el nuevo poder mediático y militar global ha creado aquella misma condición objetiva elemental bajo la que Walter Benjamin o Pier Paolo Pasolini definieron el fascismo moderno: el estado general de impotencia de una humanidad disminuida a la función de espectador y consumidor de su propia destrucción” [18]
Desde otra perspectiva, este nuevo “ethos” cultural excluye la figura del intelectual como artífice de nuevas ideas. El nuevo estatuto del saber y la imaginación teórica se ha tornado “perfomativo” e interdisciplinario. [19] Hoy son los equipos de “expertos” los que generan “nuevas jugadas” en la pragmática del saber.[20] Aclaremos que cuando afirmamos el ocaso de la figura histórica del intelectual, nos referimos a aquello que Walzer denomina “crítico social” cuando escribe: “Sin duda las sociedades no se critican a sí mismas: los críticos sociales son individuos, pero también son la mayor parte del tiempo, miembros que hablan en público a otros miembros que se incorporan al habla y cuyo discurso constituye una reflexión colectiva sobre las condiciones de la vida colectiva”[21]
6.- La intelligentsia telegénica
La extinción de los intelectuales ha generado un vacío que es llenado a diario por los medios de comunicación. Son ellos los encargados no sólo de regular el registro y el tono de los grandes temas sino de proponer a su público hipermasivo el repertorio de tópicos que merece nuestra atención. El lugar de la convicción que alguna vez ocupó el docto intelectual ha sido barrido del imaginario contemporáneo por el lugar de la seducción propio del comentarista u “opinólogo”.[22]
El opinólogo, inédita “Physiologie” del siglo XXI, se distingue del intelectual en cuanto se trata de un animal televisivo y telegénico, espacio en que se legitima al emitir opinión. El opinólogo es el cúlmen del “homo aequalis”, no hay distancia respecto de su público hipermasivo. Esta nueva figura no apela a episteme alguno, su saber se instala en el “sentido común” que no reconoce límites. Su discurso plebeyo contornea el imaginario de las masas, desde lo sentimental y melodramático a la opinión política promedio. Lejos de cualquier relación asimétrica, el opinólogo encarna y expresa la “Vox Populi”, la dimensión cotidiana y obvia de la existencia. En las antípodas del intelectual, el opinólogo habita el mundo audiovisual, pariente lejano del comediante, el orador y el “clown”.
Con todo, cuando algún intelectual entra al mundo mediático, lo hace al precio de travestirse en una figura televisiva, sea como comentarista u opinólogo. Es más, la figura del intelectual es caricaturizada por los clichés de la farándula: un personaje excéntrico, gris, opaco y denso que habla un lenguaje incomprensible. El pensamiento y el saber sólo son valorados en cuanto productivos y utilitarios, basta revisar las expectativas educacionales de los padres para sus retoños.
Al comenzar este siglo XXI vemos periclitar la figura centenaria del intelectual como exteriorización de una mutación mucho más profunda. Asistimos al ocaso de aquella “ciudad letrada” descrita por Ángel Rama en su obra homónima y al advenimiento de la “ciudad virtual”. Los áulicos espacios de nuestras bibliotecas van cediendo poco a poco a las bases de datos que se multiplican en la red. Es ya un lugar común denunciar cómo las seductoras pantallas digitales y sus derivados van desplazando a los libros y a la lectura.
El siglo XXI es el siglo del bullicio, vivimos la saturación de imágenes y sonidos, nuestras metrópolis están inundadas de mercancías, ruido, luces y pancartas digitales. Pero, paradojalmente, éste es el tiempo en que las ideas radicalmente nuevas y creativas se han tornado más escasas que nunca. En ese sentido, este es también un tiempo de censuras y silencios.
[1] Rama, Ángel, “Los poetas modernistas en el mercado económico” in Rubén Darío y el Modernismo, España, Alfadil Ediciones, Colección Trópicos, 1995, pp. 35-79.
[2] Op. Cit. 35
[3] Op. Cit. 37
[4] En las últimas décadas del XIX y comienzos del XX, en ese período propiamente modernista que se cierra en 1910, no sólo es evidente que no hay sitio para el poeta en la sociedad utilitaria que se ha instaurado, sino que ésta, al regirse por el criterio de economía y el uso racional de todos sus elementos para los fines productivos que se traza, debe destruir la antigua dignidad que le otorgara el patriciado al poeta y vilipendiarlo como una excrecencia social peligrosa. Ser poeta pasó a constituir una vergüenza. La imagen que de él se construyó en el uso público fue la del vagabundo, la del insocial, la del hombre entregado a borracheras y orgías, la del neurasténico y desequilibrado, la del droguista, la del esteta delicado e incapaz, en una palabra —y es la más fea del momento— la del improductivo. Quienes más contribuyeron a crear esta imagen fueron, porque no pueden ser otros, intelectuales, en especial los críticos tradicionalistas, verdaderos ideólogos de esta lucha contra el poeta que orienta la burguesía hispanoamericana, porque no distinguía mucho entre el peligro de un hombre dedicado a la poesía y el de un anarquista con su bomba en la mano. Op. Cit 38
[5] Véase el clásico estudio de Walter Benjamin:
Benjamin, W. El país del segundo Imperio en Baudelaire in Poesía y Capitalismo. Madrid. Taurus.1988
[6] Véase Debray, R. Muerte de un centenario: el intelectual: www.elpais.es/opinion 3 junio 2001.
[7] Para una exposición detallada de este punto, véase:
Cuadra, A. La obra de arte en la época de su hiperreproducibilidad digital in Walter Benjamín Research Syndicate. London. 2007 (www.wbenjamin.org/obra_de_arte.html)
[8] En el Chile actual, por cierto, la videósfera ha desplazado la figura del intelectual por los rostros rutilantes de la estrellas. En las producciones massmediáticas ya nadie se ocupa del autor (auctoritas) sino de la superestrella; incluso el libro como difusor de ideas entra en crisis, produciendo un doble efecto: se expanden los públicos para las nuevas ideas, pero la vigencia de éstas es cada vez más efímera. La nueva Ciudad Virtual es una sociedad más bien de flujos y no de stocks: el intelectual clásico ha sido una construcción histórica que sucumbe ante el glamour digitalizado de los massmedia. La televisión instala un nuevo sentido común, pues como afirma Beatriz Sarlo: Hoy, el sentido común se teje con ideas que, literalmente, caen del cielo. La televisión es una de las filosofías del sentido común contemporáneo. El gran sacerdote electrónico habla frente a su pueblo y ambos, sacerdote y pueblo, se influyen: la televisión escucha los deseos de su público y responde a ellos; el público descubre que sus deseos son bastante parecidos a los que le propone la televisión
Véase:
Sarlo, Beatriz. Todo es televisión in Instantáneas. Buenos Aires. Ariel. 1995: 113-195
[9] Subirats, Eduardo. Violencia y civilización. Madrid. Losada. 2006: 143
[10] Op Cit. 139
[11] Op. Cit. 165
[12] Op. Cit. 166
[13] Ibid
[14] Estamos pensando, por cierto, en el clásico de Eco:
Eco, U. Apocalípticos e integrados. Barcelona. Editorial Lumen. 1995. (Bompiani 1965).
[15] Subirats.Op.Cit. 167
[16] Rama. Op. Cit. 160
[17] Eagleton,Terry. Las ilusiones del postmodernismo. Paidós. Buenos Aires. 1998:197
[18] Subirats. Op. Cit 163
[19] Seguimos en este punto las interesantes tesis de Lyotard.
Lyotard, J.F. La condición postmoderna. B.Aires. REI. 1987
[20] En un mundo como el que hemos descrito, la figura del “maestro” o “profesor” resulta problemática, cuando no agónica. Si los sistemas nemotécnicos de producción de retenciones terciarias, y con ello del imaginario contemporáneo, lograron abolir la figura del “intelectual” al estilo de Zolá, el nuevo estatuto del saber pone en crisis al “profesor”: “...la deslegitimación y el dominio de la performatividad son el toque de agonía de la era del Profesor: éste no es más competente que las redes de memoria para transmitir el saber establecido, y no es más competente que los equipos interdisciplinarios para imaginar nuevas jugadas o nuevos juegos”. Véase Lyotard. Op.Cit. 98
[21] Walzer, Michael. Interpretación y crítica social. Bs. Aires. Ediciones Nueva Vision. 1993: 39
[22] Si otrora fueron los “publicistas” y luego los “comentaristas” y “expertos”, los que se ocupaban de tópicos específicos: comentario político, económico, artístico, entre muchos. Hoy, en una sociedad hipermediatizada, la voz del opinólogo adquiere relevancia por dos razones: primero, el opinólogo habita el mismo “sentido común “de la tele audiencia, su relación es horizontal, creando una inmediatez psíquica y social con su público. El buen opinólogo no es ni más instruido ni más perspicaz que su público, es un igual: habla como la mayoría, piensa como la mayoría, actúa como la mayoría. Segundo, la mayoría de los auditores de medios en una hipercultura de masas se aproxima, como hemos señalado, a una cierta cultura internacional popular, pero, dirigida precisamente por las grandes coordenadas del consumo mediático y suntuario. En este sentido, se trata de una masa cuyos estereotipos vienen desde el universo hipermediático de manera vertical y no desde las profundidades antropológicas y folklóricas de la cultura popular clásica. La hipercultura de masas es más plebeya que popular. El opinólogo es, pues, no sólo telegénico sino el “alter televisivo” de una masa plebeya.
Cuadra, A. Hiperindustria cultural e-book in www.labrechadigital.org
viernes, 21 de marzo de 2008
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