miércoles, 5 de marzo de 2008

SANTIAGO: LA CAPITAL IMAGINARIA

Si me dicen que es absurdo hablar así de quien nunca ha existido, respondo que tampoco tengo pruebas de que Lisboa haya existido alguna vez, o yo que escribo, o cualquier cosa donde quiera que sea.* FERNANDO PESSOA. EL LIBRO DEL DESASOSIEGO.

* * *

Introduccion

Al aproximarnos al año del bicentenario de nuestra República, es bueno y necesario que nuestra generación revise lo que ha sido el decurso de los distintos ámbitos de la vida nacional. En nuestro caso, no se trata, por cierto, de pretender un análisis urbanístico, estético o arquitectural de esta ciudad sino más bien de plasmar una “experiencia”, aquella de habitar una ciudad y, al mismo tiempo, ser habitado por ella.

Pensamos que la mayoría de los problemas que nos relatan los noticieros constituyen, en gran medida, los problemas culturales y antropológicos de la gran urbe: delincuencia, transporte público, contaminación, violencia y estrés, entre otras. La política, tal y como se la entiende en Chile, es decir de manera “preformativa” y con énfasis económico, resulta ser una respuesta reduccionista y mecánica que no sirve para esclarecer la profundidad y el alcance de los malestares de esta modernización. El Transantiago es apenas la punta del iceberg.

Los paisajes que nos interesan, ciertamente, son los “nuestros”, incierto posesivo que, no obstante, nos dice algo. Poseemos paisajes en cuanto hemos habitado y crecido en ellos, los paisajes nos habitan, están inscritos en nuestra memoria, son parte de aquello que somos. Lo “nuestro” es, pues, nuestro entorno geográfico y humano, pero y sobre todo es tiempo cristalizado en el recuerdo, “nuestro tiempo”. Un país, una ciudad, una localidad, un barrio, aquella esquina, el olor a tierra mojada cada atardecer.

Hacia fines del siglo XIX, la sociología alemana concibió ya la ciudad como epicentro de la modernidad. La ciudad es el lugar de la experiencia moderna, con sus flujos en constante movimiento, es éste el lugar que define un espacio público y un espacio doméstico. A más de un siglo de distancia, resulta interesante observar el Santiago que se nos oculta, literalmente, detrás de la bruma y el esmog.

En cuanto lugar de la experiencia de la modernidad, Santiago hace coincidir los flujos de la vida cotidiana con sus ritmos intrínsecos, la modernidad son masas en movimiento. Contra el credo liberal, habría que recordar que el individuo sólo posee sentido recortando su silueta contra esa matriz que es la masa urbana. Santiago es una ciudad de masas individualizadas.

Como toda ciudad, Santiago delata nuestra historia. No estamos hablando de espacios patrimoniales o folclóricos, ni siquiera de monumentos. La ciudad capital nos muestra el tejido social que la compone en sus compartimentos diferenciados, barrios residenciales, avenidas, cités y poblaciones: como en una radiografía sus paisajes variopintos nos muestran los hojaldres de la estratificación social.

Si hay algo sorprendente y escandaloso, que sin embargo ha sido naturalizado por todos, es la tendencia perversa a construir ciudadelas amuralladas al interior de la ciudad. Barrios exclusivos con guardias privados se erigen como expresión última del “apartheid” social y cultural. Santiago es una ciudad segregada entre los que todo tienen y aquellos menesterosos privados de horizonte alguno. En las últimas décadas, el contraste lejos de atenuarse se ha acrecentado, yuxtaponiendo, como en un “collage” dadaísta, una asfaltada carretera con racimos de diminutas casuchas de madera colgando en el abismo, al borde de un río que hiede. Santiago es una ciudad que hiede a injusticia y a contaminación.

1.- La lluvia…

Cuando llueve todos se mojan, rezaba una vieja frase publicitaria. En Santiago de Chile, eso no es cierto, pues cuando llueve sólo se mojan los más pobres. Las riadas e inundaciones afectan principalmente las grandes barriadas de trabajadores y poblaciones ubicadas hacia el poniente de la ciudad. Los chiquillos y los perros chapotean en al agua mientras sus familias comienzan el ritual de cubrir con telas de plástico moradas y techumbres.

Cada año, durante el invierno, asistimos a las trágicas imágenes por televisión de grupos familiares, niños y ancianos especialmente, mendigando un rincón seco y un techo ante la adversidad del clima. Los rostros entumecidos de los humildes resultan ser la otra cara del modelo chileno, es el sufrimiento humano que desafía e impugna la racionalidad performativa de la modernidad.

Las imágenes de la televisión inscriben las patéticas escenas de la pobreza en la lógica de la “caridad”, valiosa virtud proclamada por el cristianismo, pero que en este caso sirve para confundir y ocultar el problema de fondo, cual es el de la “justicia social”. Nadie en su sano juicio podría estar en contra de entregar frazadas y colchonetas a los menesterosos, cada vez que una tormenta de invierno asola la ciudad, como hacen muchas instituciones religiosas y públicas. Nadie con una pizca de sensibilidad podría oponerse a tan loable acción. Sin embargo, los medios tienden a olvidar la pregunta que late en toda tragedia invernal: ¿por qué siempre es lo mismo?, ¿por qué siempre los mismos? ¿Cómo es posible que nuestra sociedad se construya sobre la injusticia social?

De alguna manera, la lluvia lava el rostro ceniciento de Santiago, dejando en evidencia no sólo las grietas de su asfalto sino las otras grietas de la ciudad, la fractura social que las mentiras del neoliberalismo se esmeran en ocultar: el hecho aberrante y escandaloso de que el modelo chileno está construido sobre la marginación de los más débiles. Para ellos no hay una educación de calidad ni una atención de salud aceptable, ni viviendas dignas ni previsión social.

Así como los filósofos de la antigüedad discurrieron sobre la democracia en una sociedad esclavista, hoy cualquier mirada sobre Santiago de Chile, sede del poder administrativo de la nación y ciudad capital de la República, se erige en una sociedad neo-esclavista. Es cierto, no hay grilletes ni un apartheid explícito, pero hay pobreza material y cultural de la mayoría: cientos de miles, domesticados por los medios de comunicación, el consumo y la supervivencia, con su secuela de delincuencia, prostitución, drogas y violencia.

Cuando llueve, no todos se mojan. Así como las lágrimas manifiestan el dolor, el rostro lluvioso de Santiago pierde su maquillaje de ciudad moderna, el glamour de sus letreros de neón, para mostrarnos lo que no queremos ver detrás de la bruma: la capital de los pobres.

2.- Shopping

Santiago, como capital del país, es el lugar donde se exhibe la modernidad de Chile. Escenario privilegiado de todos los avances tecnológicos, paisaje insolente de cristal y acero. Telegénico espacio de “Malls” y “Shoppings” que como estuches de aire acondicionado encierran la atmósfera aséptica de lo público y lo privado.

De algún modo, las nuevas catedrales del consumo funcionan como dispositivos para nuevas prácticas sociales, ellas ponen en escena la liturgia de una sociedad de consumo en un país modélico. En una escenografía híbrida en que lo “kitsch” es elevado a canon estético, los nuevos paseantes circulan entre grandes marcas, por pasillos que encierran el “sancta sanctorum” de la sociedad chilena: la igualdad plebeya en el consumo suntuario.

Familias modestas coexisten con exóticos personajes a la hora de tomar una cerveza o un “donuts". Espacio de seducción y distracción, pero al mismo tiempo, espacio de vigilancia. Un discreto ejército de guardias uniformados auxiliados por no menos discretas cámaras de televisión lo observan todo, cualquier conducta “anómala” es rápidamente controlada.

La ciudad cosmopolita y lúdica nos ofrece aquello que hemos visto mil veces en filmes o en la televisión, en Dubai y Paris: los “no – lugares” que podemos reconocer gracias a la memoria inscrita por la hiperindustria cultural. Un glamoroso abanico de tiendas que se dibujan entre cristales iluminados, y en la misma lógica de un discreto servicio higiénico, una capilla ofrece su higiene interior a los visitantes. Verdadero holograma de la postmodernidad en que el valor simbólico del dinero ha sido abolido por las “credit cards”, instalando una ilusoria igualdad de todos en la ciudadanía del consumo.

El Santiago Bicentenario es un mosaico social y cultural en que poblaciones y barrios residenciales conviven con vetustos edificios del siglo XIX y con burbujas postmodernas. Santiago se escinde en una red subterránea de túneles de alta tecnología y una superficie salpicada de cicatrices. El Metro como icono de la modernidad, conectando sectores y antiguos barrios en una suerte de democracia urbana recorre las entrañas de la capital, mientras en la superficie van cambiando los paisajes al ritmo de multitudes atascadas en embotellamientos y un feble transporte público. El Santiago Bicentenario, es una ciudad sobre ruedas.

3.- Viejos y niños

Las primeras víctimas de la ciudad son los niños y los ancianos. Sobre ellos golpea la indigencia y toda forma de violencia citadina. Los niños ni siquiera tienen la posibilidad de una pensión miserable. Deben adaptarse tempranamente a este mundo violento y corrupto, sea como mano de obra barata o como leves cuerpos para alguna depravación pagada. ¡ Ay, que me duele un dedo tilín!, ¡Ay, que me duelen dos tolón!

Ofreciendo ramilletes a los automovilistas, niños y niñas venden en realidad el “bouquet” prohibido de aquellas flores del mal que cantó el poeta. Prostitución y pedofilia malamente camuflada por la noche, tema sensacionalista de algún programa de televisión, que desculpabiliza a una mayoría de consumidores indolentes.

Muchos de nuestros niños, el “futuro de Chile” según reza la manida frase populista de todos los gobiernos, se prostituyen en las calles de la capital, acicateados por las necesidades impuestas por el consumismo. Niños cuya niñez ha sido usurpada por una sociedad injusta que no tiene un lugar para ellos, salvo el lugar del castigo en una legislación cada vez más severa y punitiva.

La niñez en Santiago de Chile no es para todos. Para algunos niños y niñas es un tiempo triste. Los niños de Chile, herederos de una tortuosa historia política y de una sociedad profundamente injusta, son las primeras víctimas de un país mal concebido. Ellos, empero, son los primeros convocados a cambiar el actual estado de cosas imaginando otro Chile posible.

Cada niño vagabundo que deambula por la ciudad es una herida abierta que camina por Santiago de Chile. Cada niño y niña sin un hogar es una lacerante frase cursi que no por ello es menos cierta. Niños que limpian automóviles, niños que venden flores, niños que roban, niños que gritan la última novedad, niños que habitan la ciudad como diminutas siluetas que se empinan risueños en los abismos de Santiago. ¡ Ay, que me duele un dedo tilín!, ¡Ay, que me duelen dos tolón! ¡ Ay, que me duele el alma y el corazón, tolón!

4.- Los perros

El perro santiaguino no es noble ni reclama una prosapia de alcurnia, de color indefinido y mirada pícara el “quiltro” criollo es el compañero fiel del “roto” y con él comparte su infortunio. Sin collar ni arnés alguno, su identidad la conocen sólo sus amigos del bar o la feria libre donde suele merodear por algo de comer.

Mal visto por guardias y dueñas de casa, conoce de patadas y escobazos. Nunca ha visitado una clínica veterinaria y de vacunas mejor ni hablar. Su origen y su destino es la calle, como lo ha sido para sus ancestros: no conoce de cestitas ni casas para perros, mucho menos del “Dog Chow” o alguna otra “delicatessen”.

Se le ve pululando cerca de carnicerías y puestos del mercado, donde a veces un alma piadosa le tira un pedazo de pan duro o las sobras del restaurante. Ni labrador ni terrier, el “quiltro chilensis” , como toda América Latina, es mestizaje y, digámoslo, bastardía. Hijo de la calle, como es, su color es el de la tierra y los muros, el “quiltro” es parte del paisaje urbano, como los postes, los semáforos y los escasos árboles.

Su humildad no debe confundirse con falta de nobleza o inteligencia. Sucio y desgreñado, es claro que jamás ganará un concurso de belleza, aunque ha sabido ganarse el corazón de los pobres: intuyendo secretamente quizás algo más que un parecido, suelen aceptarlo y, en el mejor de los casos, adoptarlo. Como “dueño de casa” el “quiltro” adquiere un aire de dignidad que se advierte en la defensa vehemente de “su” territorio y de los suyos.

Como inadvertido habitante de la capital del país, el “quiltro” conoce de persecuciones y matanzas inmisericordes. En nombre de la salud pública o de algún decreto alcaldicio, el “quiltro” se ha visto acorralado y exterminado. Los que aprenden a sobrevivir, sin embargo, siguen ladrándole a la luna y persiguiendo esa pelota de plástico en alguna pichanga de barrio.

Su muerte pasa tan inadvertida como su cachorril irrupción, así, un día cualquiera ya no se ve más su incierta figura. Nadie lo echará de menos, salvo quizás un niño que aprendió a amarlo sin darse cuenta, repitiendo esa sutil y lúdica magia que une para siempre a los niños y a los perros.

5.- Los cementerios

Hay otro París, como hay otro Santiago u otro Nueva York. Es la ciudad ausente, la ciudad de los muertos. Necrópolis silenciosa enclavada en el corazón de las urbes… Por sus avenidas y sus prados, transitan mudos los días que fueron, otras primaveras. En su marmórea arquitectura, el rostro pétreo de la muerte; frío e indiferente; nos recuerda la alcurnia de los fantasmas de mausoleo.

Los nichos más modestos, sin flores ni nombres, disimulan el anonimato de tantos. Entre castaños y robles, entre eucaliptus y plátanos orientales, los muertos nos hablan desde su perpetuidad. Quietos testigos del mundo que una vez creyeron para siempre… Tras la efímera ilusión, la eternidad de inertes huesos minerales, despojados del aroma de la vida. Otra ciudad que pervive entre nosotros; abismo sin tiempo sobre el que se levantan las pirámides de acero y cristal.


¿ Dónde quedaron esos señores engominados, sentados a la mesa?. ¿ Dónde esas damitas de mirada melancólica en color sepia?

Tumbas sin nombres ; muertos de nadie. En esta otra ciudad, también hay olvidos…hombres que un día se desvanecieron tragados por la nada, devorados por la historia…por su historia. Cada generación recuerda a sus antepasados, al cabo de un siglo, ni siquiera el viento susurra sus nombres.

Tumbas resecas en pueblos abandonados en medio del desierto; tumbas oscurecidas por la tupida vegetación austral; tumbas urbanas, de cemento y soledad; fosas comunes, en algún patio del Cementerio General. ¿Dónde están?. El que murió con los ojos vendados sobre un puente del río Mapocho y aquél que murió atravesado por una bala gritando en algo que creía. Otra humanidad, en esta ciudad; espectros que gritan desde el silencio, señalando un misterioso cielo sin estrellas. ¿Dónde están?.

6.- Las iglesias

Como en todas las capitales latinoamericanas, la vida mundana de Santiago de Chile se ve interrumpida, de cuando en cuando, por la irrupción del espacio sagrado. Las Iglesias de la capital interrumpen el ruidoso ajetreo citadino y son un portal hacia aquello que los antiguos llamaban el “mysterium tremendum”. Junto a la lengua y las letras castellanas, junto a la espada, somos herederos también del panteón cristiano. Si la Iglesia y el Estado se conjugaron como instituciones matrices, la nación y el catolicismo se identificaron estrechamente, poniendo su impronta a nuestra naciente cultura.

La Catedral de Santiago, ubicada frente a la Plaza de Armas, es el monumento arquetípico que guarda no sólo los ecos del mundo colonial sino además, las liturgias de la República. Es este el lugar privilegiado que la ciudad ha reservado para sus actos más sagrados. Lugar de reunión de los personajes importantes del momento, lugar de devoción para las beatas de domingo, paisaje naturalizado para la mayoría de transeúntes distraídos.

Nuestras iglesias han sido el espacio de congojas y alegrías, aquí, a los pies del Crucificado se despide a nuestros muertos, se bautiza a los infantes y los novios se prometen un para siempre. Aquí, entre santos y demonios se delimita la calendariedad y la cardinalidad que rige la vida de millones. Los altares recogen las plegarias, los confesionarios secretean nuestras humanas miserias. Aquí se funden los ecos infinitos de nuestra ciudad capital, un murmullo que recoge todas las voces de todos los tiempos.

Todas nuestras iglesias guardan similitud arquitectónica e iconográfica con aquellas que el viajero puede encontrar en Europa, la mayoría de ellas resultan ser copias o citas de otros lugares del mundo. El Nuevo Mundo extendió, a su manera, las siluetas del mundo mediterráneo al cual sumó tintes propios, logrando así construcciones híbridas que en otros lugares de la América barroca alcanzaron cotas notables.

La ciudad de Santiago no sólo acoge las iglesias sino que disemina la fe de muchos de sus ciudadanos en miles de pequeños altares a los muertos. Las “animitas” brotan en esquinas y callejones de barriadas populares, convirtiéndose en algunos casos en lugares de peregrinación. La llamada religiosidad popular da vida a “Romualdito” en el barrio Estación Central, iluminando con velas y placas de agradecimiento un rincón de la ciudad a pocos pasos de una moderna estación de Metro.

La ciudad exterioriza la cultura y la fe de su población en cientos de iglesias y capillas, desde los espacios catedralicios hasta modestas construcciones en madera: católicos, protestantes y mormones proclaman su verdad. Desde uno de los lugares más altos de la capital, la Virgen del Cerro San Cristóbal parece observar con sus brazos abiertos el presuroso ir y venir de millones de seres metidos en un laberinto de calles y edificios que, rara vez, en su breve existencia, levantan su mirada como una presciencia del misterio, cielo e infierno que se juega en cada instante de la vida cotidiana.

7.- El Aleph

Le debemos a Jorge Luis Borges una inquietante metáfora en torno al lugar de la singularidad, uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos. El describe ese punto en un cuento titulado “El Aleph”, incluido en un libro homónimo de 1949, un diminuto universo en el sótano de una casa.

Santiago de Chile posee un microuniverso, su propio Aleph; éste se encuentra ubicado en el llamado “centro” de la capital, cuyo epicentro se halla en la intersección de dos paseos peatonales: Huérfanos y Ahumada.

Entre el Mapocho y la Alameda, entre la carretera y el Santa Lucía, se dibuja la cardinalidad de un pequeño universo de bancos, comercios, restaurantes, cafés y farmacias, muchas farmacias. Es como si los transeúntes necesitaran siempre un analgésico que haga soportable una ciudad bulliciosa y contaminada. Como muchas capitales latinoamericanas, el centro de nuestra capital se nos ofrece como un geométrico tablero de damas. Los nombres de sus calles los hemos aprendido de memoria desde niños: Amunátegui, Teatinos, Morandé, Bandera; Moneda, Agustinas, Huérfanos, Compañía y Monjitas.

El Santiago de antaño nos muestra sus huellas de nuestra “belle époque”, el centro plebeyo y mercantil fue otrora lugar de privilegio y abolengo. Allí el pasaje Matte y el pasaje Agustín Edwards nos lo recuerdan con el aroma del café que brota del “Haití” donde muchos parecen matar el ocio en una conversación de mañana. Aunque si penetramos en las penumbras de los pasajes y callejas descubrimos los llamados “Café con piernas”, exóticos rincones del eros capitalino, refugio de estafetas y “juniors” que por unas pocas monedas sueñan una fantasía de gerentes ejecutivos.

El estruendo del cañonazo al mediodía, casi como un parpadeo, despide la mañana e inaugura la hora de la colación. Desde el clásico “Bar Nacional”, hasta el más modesto y masivo “Windsor”, el capitalino degusta la tradicional dieta chilena, empanadas, cazuelas o “pastel de choclo”. Las últimas décadas han florecido una serie de lugares de nombres extravagantes o, definitivamente, “siúticos” con aire cosmopolita que han traido al paladar criollo desde el “sushi” hasta los “filetes de avestruz” o el “carpaccio de salmón”. Para los nostálgicos, el Mercado ofrece a buen precio “caldillo de congrio” o un plato de “pescado frito”, como en los viejos tiempos.

Todavía es posible lustrarse los zapatos en cada esquina de este mundo o comprar “frutos de la estación” que conviven hoy con toda suerte de buhoneros, dentro o fuera de la ley, que ofrecen lo mismo “copias pirata” del próximo estreno cinematográfico, la Enciclopedia Británica, el último “software” de Bill Gates o perfumes de París. Las calles del centro de la capital en tiempos neoliberales se han convertido en un gran mercado al aire libre: sexo, divisas o alguna “joyita” de ocasión.

Si bien todo el centro se ha convertido en escenario para las poco discretas cámaras de vigilancia que observan a los miles de peatones que deambulan al ritmo de un soso fondo musical, en estas calles cada uno ocupa su lugar de acuerdo a un guión no escrito: cada vez que los uniformados se aproximan, los otros huyen o disimulan su actividad. Como en un gran simulacro, vigilantes y vigilados hacen su papel en el secreto orden de la ciudad.

El distraído transeúnte que corre para cumplir su trámite, no alcanza a presentir el sutil ordenamiento y las férreas jerarquías que imponen sus rigores al centro de Santiago. Entre bocinas y aroma a “maní confitado”, en medio del coro vocinglero que nos anuncia la última novedad, la ciudad respira ese precario equilibrio, apostando en cada esquina entre lo prohibido y lo permitido, o como dirían nuestros abuelos, entre la decencia y la indecencia. Como el Aleph, un universo paralelo en medio de la urbe.

8.- Los poetas

El “Club de la Unión” es un edificio que se levanta entre las calles Bandera y Nueva York,
lugar exclusivo que reunió a los señores más elegantes de la primera mitad del siglo XX. Durante las últimas décadas fue un lugar que se identificó con cierto boato castrense y empresarial. Los “mozos” del lugar, con impecables guantes blancos y un mal disimulado corte miliar servían el “Canard à l’orange” y generosos vasos de “Chivas” a señores impecablemente vestidos y damas con estolas de piel. Un espacio digno de una película de Fellini que bascula entre lo grotesco y lo “rétro”, donde nuestra burguesía solía celebrar matrimonios y cenas anuales.

Cruzando la calle, se encuentra Nueva York 11, la llamada “Unión chica”, discreto club donde pululaban algunos poetas como Jorge Teillier acompañado por el infaltable séquito de discípulos o admiradores. Entre algunas exquisiteces de la charcutería nacional y algunos tragos especiales, la “sangría catalana”, por ejemplo, y los buenos vinos tradicionales chilenos que abundaban en las mesas.

Tras las aburridas sesiones de la “Sociedad de Escritores”, ubicada en Almirante Simpson en las proximidades de Plaza Italia, algunos llegaban a la medianoche a este rincón de la ciudad. Entrada ya la madrugada, el vate entraba en esa mágica “ebriedad poética” y de manera casi “mediúmnica” comenzaba a escribir pequeños versos a “Reinas de otras primaveras” en las servilletas que todos recogían como otoñales hojas del viejo árbol.

Y tú quieres oír, tú quieres entender. Y yote digo: olvida lo que oyes, lees o escribes.Lo que escribo es para ti, ni para mí, ni para los iniciados. Es para la niña que nadie saca a bailar, es para los hermanos queafrontan la borrachera y a quienes desdeñan los que se creen santos, profetas o poderosos

La noche santiaguina envolvía ese “habitar poético” de la capital. Figuras equívocas poseídas por la magia del plenilunio, voces y siluetas que protagonizaron la otra historia de esta ciudad. En sus infinitos versos está escrito en clave el secreto itinerario de estos seres anómalos que llamamos “poetas” a falta de mejor denominación.

Santiago de Chile es también fantasmagoría y delirio, amor y muerte al amanecer. Jamás real, mas siempre verdadera, es la ciudad imaginada y cantada por los poetas venidos de todas partes. Así, tejados, putas y callejones han adquirido su derecho de ciudadanía. Es el otro Santiago, aquel de enaguas y vino tinto, la ciudad imposible que sólo pueden atisbar, algunas noches de lluvia, los gatos y los poetas.

3 comentarios:

Eduardo Hamuy dijo...

Alvaro,
Felicitaciones por la sensible observación de nuestra ciudad. Triste, si. Sugerente el Aleph de Santiago.

jzeballo dijo...

ViñamarinoProfe Cuadra,

Albricias! por su blog, que bueno... ya era hora, después de tanta apología a la tecnología. Ahora sólo le falta darse de alta en Facebook (es como la TV del internet... si no estás, no existes).

Aaah la ciudad y sus asimetrías... sin embargo, Santiago tiene una cosa buena y gratis en otoño: los largos y coloridos atardeceres. En todo caso debería aprovechar su residencia en el valle del Marga-Marga y hacer como hacía yo cuándo joven: el fin de semana largarse del radio urbano y al mejor estilo siglo de oro español ir en búsqueda de las bucólicas, idilios y églogas pastoriles por las quebradas del interior (claro, cuidado con pungas, zancudos y guarenes).

Le contaré hoy en la noche al resto de los muchachos que se le puede encontrar a partir de ahora en el hyper-espacio, contando y descifrando "nuditos".

Saludos y buen Purim (la fiesta del azar y la suerte, dónde el precepto indica beber "hasta no distinguir el bien del mal"),

Un abrazo, Jorge

Jorge García Torrego dijo...

Buena descripción de Santiago. ¿Se la puedo "tomar prestada" para usarla en mi blog? Le cito, por supuesto. Un saludo