Asegurada la primera magistratura, los líderes de la derecha chilena llaman a los vencidos a reeditar una “democracia de los acuerdos”. El argumento es falaz e interesado, pues bajo la apariencia de una posición generosa e inspirada en el bien del país, se oculta su claro propósito: Desarticular la unidad de los opositores, restándoles algunas figuras y obligándoles a responder políticamente al llamado.
Como resulta obvio, un gobierno de derecha en nuestro país modifica la correlación de fuerzas entre los sectores empresariales, neoliberales herederos del pinochetismo, y una disgregada centroizquierda democrática. La derecha ha planteado un primer desafío, debilitar al máximo a la oposición para garantizar al nuevo gobierno un parlamento propicio a sus programa que incluye, por cierto, temas polémicos. La derecha necesita conformar mayorías parlamentarias para llevar adelante su programa de “modernizaciones” y, para ello, le resulta indispensable neutralizar por todos los medios a la izquierda, dentro y fuera de la Concertación.
En una democracia sana no se descartan, desde luego, los acuerdos. Para ello existen partidos políticos responsables ante la ciudadanía que actúan en comisiones del parlamento, para ello existe – o debiera existir – el debate ciudadano. Otra cosa muy distinta es que personas por iniciativa propia adhieran al nuevo gobierno. Una actitud tal desnaturaliza el concepto mismo de “acuerdo político” y bien pudiera confundirse con “complicidad”. Por último, hagamos notar que una “política de acuerdos” no puede ser planteada de manera vaga y difusa como un vector político carente de contenidos. Se establecen acuerdos sobre cuestiones concretas, en contextos históricos determinados y con interlocutores legítimos. En política, los acuerdos son más bien el resultado de negociaciones y no un principio que preside el desarrollo de los acontecimientos.
Es claro que la coalición saliente no ha sido mandatada para regir los destinos del país, sin embargo, tiene sobre sus hombros la responsabilidad histórica de representar a todos los compatriotas que se oponen al rumbo que se le quiere imprimir a este país. La oposición democrática debe cumplir un papel fundamental en los años venideros, fiscalizando las políticas públicas que se implementen desde La Moneda, asumiendo cabalmente su rol como un poder del Estado, de manera crítica y de cara a la ciudadanía. Chile ya ha conocido la “política de los acuerdos”, un eufemismo que utilizó la derecha para poner límites, por más de una década, al desarrollo de la democracia en nuestro país. Reeditar aquellas prácticas sería una muy mala señal que sólo indicaría que no se avanza en el plano político.
Todos aquellos partidos y movimientos que, en el actual contexto, asumen la condición opositora tienen la responsabilidad política y moral de cautelar los avances democráticos frente a cuestiones tan sensibles como los Derechos Humanos, leyes medioambientales y legislación laboral, por ejemplo. Durante dos décadas la derecha chilena ha sido un obstáculo a cualquier política democratizadora, oponiéndose tenazmente a reformas constitucionales de fondo, defendiendo la herencia del dictador. La dicotomía democracia – dictadura persiste en nuestra vida política mientras el libreto constitucional siga siendo el mismo.
El llamado del mandatario electo a una “política de los acuerdos” como fundamento de un “gobierno de unidad nacional”, es más una astuta operación política destinada a debilitar a la oposición naciente que otra cosa. Ante el propósito natural de la derecha para prolongar su presencia en el poder más allá del gobierno de Piñera, no está demás recordar que las estrategias y políticas de la oposición que ya comienzan a delinearse determinarán, quiérase o no, su identidad que se juega en la “diferencia” y, consecuentemente, su capacidad de enfrentar a la derecha en los procesos electorales de los próximos años.
Como resulta obvio, un gobierno de derecha en nuestro país modifica la correlación de fuerzas entre los sectores empresariales, neoliberales herederos del pinochetismo, y una disgregada centroizquierda democrática. La derecha ha planteado un primer desafío, debilitar al máximo a la oposición para garantizar al nuevo gobierno un parlamento propicio a sus programa que incluye, por cierto, temas polémicos. La derecha necesita conformar mayorías parlamentarias para llevar adelante su programa de “modernizaciones” y, para ello, le resulta indispensable neutralizar por todos los medios a la izquierda, dentro y fuera de la Concertación.
En una democracia sana no se descartan, desde luego, los acuerdos. Para ello existen partidos políticos responsables ante la ciudadanía que actúan en comisiones del parlamento, para ello existe – o debiera existir – el debate ciudadano. Otra cosa muy distinta es que personas por iniciativa propia adhieran al nuevo gobierno. Una actitud tal desnaturaliza el concepto mismo de “acuerdo político” y bien pudiera confundirse con “complicidad”. Por último, hagamos notar que una “política de acuerdos” no puede ser planteada de manera vaga y difusa como un vector político carente de contenidos. Se establecen acuerdos sobre cuestiones concretas, en contextos históricos determinados y con interlocutores legítimos. En política, los acuerdos son más bien el resultado de negociaciones y no un principio que preside el desarrollo de los acontecimientos.
Es claro que la coalición saliente no ha sido mandatada para regir los destinos del país, sin embargo, tiene sobre sus hombros la responsabilidad histórica de representar a todos los compatriotas que se oponen al rumbo que se le quiere imprimir a este país. La oposición democrática debe cumplir un papel fundamental en los años venideros, fiscalizando las políticas públicas que se implementen desde La Moneda, asumiendo cabalmente su rol como un poder del Estado, de manera crítica y de cara a la ciudadanía. Chile ya ha conocido la “política de los acuerdos”, un eufemismo que utilizó la derecha para poner límites, por más de una década, al desarrollo de la democracia en nuestro país. Reeditar aquellas prácticas sería una muy mala señal que sólo indicaría que no se avanza en el plano político.
Todos aquellos partidos y movimientos que, en el actual contexto, asumen la condición opositora tienen la responsabilidad política y moral de cautelar los avances democráticos frente a cuestiones tan sensibles como los Derechos Humanos, leyes medioambientales y legislación laboral, por ejemplo. Durante dos décadas la derecha chilena ha sido un obstáculo a cualquier política democratizadora, oponiéndose tenazmente a reformas constitucionales de fondo, defendiendo la herencia del dictador. La dicotomía democracia – dictadura persiste en nuestra vida política mientras el libreto constitucional siga siendo el mismo.
El llamado del mandatario electo a una “política de los acuerdos” como fundamento de un “gobierno de unidad nacional”, es más una astuta operación política destinada a debilitar a la oposición naciente que otra cosa. Ante el propósito natural de la derecha para prolongar su presencia en el poder más allá del gobierno de Piñera, no está demás recordar que las estrategias y políticas de la oposición que ya comienzan a delinearse determinarán, quiérase o no, su identidad que se juega en la “diferencia” y, consecuentemente, su capacidad de enfrentar a la derecha en los procesos electorales de los próximos años.
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