En un viejo grabado que lleva por título “Gravure de Helleu” y al pie la nota “Marcel Proust sur son lit de mort”, se puede ver, en efecto, la cabeza de un hombre con barba que parece dormir. La figura adquiere todo su profundo patetismo al compararlo con un croquis en blanco y negro de Dunoyer de Segonzac, en el cual el cuerpo estirado sobre la cama hace evidente la muerte del escritor. La muerte es tristeza. La vida que es movimiento y sonrisa se nos aparece ausente. Sólo un cuerpo inerte que parece dormido y lejano. La muerte es dolor por ese ser que ya no está y que no estará jamás. De allí la radical soledad del que contempla la muerte, el que debe cargar con el recuerdo y la ausencia.
De algún modo, ese viejo grabado de Proust me trae a la memoria el largo cuerpo de mi amigo, Julio Cortázar, tirado sobre una cama, cubierto por una gruesa manta negra. Fue un día de febrero de 1984, en un segundo piso de un viejo edificio de departamentos. Era un día iluminado por el sol invernal de París. Llegué casi como un desconocido, el amigo chileno del cual alguna vez Julio le había hablado a sus más cercanos.
Me permitieron estar a solas en su cuarto por unos minutos. Hoy siento que esos breves instantes tuvieron lugar en otra parte, en alguno de los mundos paralelos que imaginó el escritor. Como en alguno de sus delirantes relatos fantásticos, había tenido la gentileza de invitarme a su propia muerte, siendo el anónimo protagonista de un secreto relato que se escribía en otras páginas y en el cual nadie reparó.
Su rostro dormido, como el de Marcel Proust, un rostro casi infantil que no me atreví a tocar estaba allí, quieto y absoluto. Como seres afectivos, la muerte nos hiere y nos consterna. Saber que nuestros seres amados, nuestros amigos deben, finalmente, transitar el río de cenizas sólo aumenta nuestra pena. Tal es la sabiduría profunda de una vida, saber que toda alegría y todo sufrimiento encuentran como destino último las cenizas que flotan al infinito y la eternidad.
Aquella tarde salí de aquel fúnebre lugar y sentí ganas de llorar. Me consolaba la idea de que al fin se reuniría de nuevo con Carol Dunlop, cerrando así una hermosa “histoire d’amour”. Caminé por París cargando un luto que no alcanzaba a comprender del todo. Como involuntario flânneur, vagué por la ciudad, sin destino ni propósito alguno, presintiendo que cada imagen, cada gesto quedaría grabado en mi memoria, en mi biografía.
Toda muerte posee el aura de lo trascendental y posee una dimensión sagrada. Cada ser que muere ha sido un eslabón en la maravillosa cadena de la vida que se multiplica en este universo. Toda muerte, por nimia o trivial que nos parezca, es la historia de un “haber sido”, es tiempo florecido a la existencia, luz. Nadie muere en vano. Aceptar el dolor de la muerte, la de otros, la nuestra y la de todo cuanto existe como condición elemental de la vida, tal es el intersticio por donde se cuela la luz.
A veinticinco años de distancia, ha sido la música de Ryuichi Sakamoto, “The Unity of Life”, la que me ha traído la tristeza de la muerte, abriendo una puerta que, en vano, he tratado de olvidar, creyendo, ingenuamente, que fingir el olvido puede cerrar las puertas que alguna vez hemos abierto: Cuando has sido Rey en Narnia, eres Rey para siempre. De alguna manera, éstas líneas completan una misteriosa “figura” que comenzó en un pequeño departamento de la Rue Martel, en Paris, como si en este “ahora” se anudara, dándole forma a un dibujo para alguien en alguna parte.
Escribir sobre la muerte, impone la primera persona singular, ella nos concierne. Escribir sobre la muerte, pensar en ella, saberla inevitable, es uno de las tareas más difíciles de enfrentar, pues cada palabra es una lágrima. Sin embargo, llegada cierta edad resulta imprescindible como íntimo ejercicio espiritual para restituir a la vida su sentido pleno.
Hoy sí me siento capaz de estirar las manos y acariciar el rostro de mi amigo y brindarle un abrazo en ese mundo sin tiempo, para siempre. Vivir conociendo y aceptando la muerte con la serenidad del sabio, superando la tristeza, por difícil que pueda ser, sabiendo que los cronopios te acompañarán siempre en la danza multicolor y apasionada: vivir.
De algún modo, ese viejo grabado de Proust me trae a la memoria el largo cuerpo de mi amigo, Julio Cortázar, tirado sobre una cama, cubierto por una gruesa manta negra. Fue un día de febrero de 1984, en un segundo piso de un viejo edificio de departamentos. Era un día iluminado por el sol invernal de París. Llegué casi como un desconocido, el amigo chileno del cual alguna vez Julio le había hablado a sus más cercanos.
Me permitieron estar a solas en su cuarto por unos minutos. Hoy siento que esos breves instantes tuvieron lugar en otra parte, en alguno de los mundos paralelos que imaginó el escritor. Como en alguno de sus delirantes relatos fantásticos, había tenido la gentileza de invitarme a su propia muerte, siendo el anónimo protagonista de un secreto relato que se escribía en otras páginas y en el cual nadie reparó.
Su rostro dormido, como el de Marcel Proust, un rostro casi infantil que no me atreví a tocar estaba allí, quieto y absoluto. Como seres afectivos, la muerte nos hiere y nos consterna. Saber que nuestros seres amados, nuestros amigos deben, finalmente, transitar el río de cenizas sólo aumenta nuestra pena. Tal es la sabiduría profunda de una vida, saber que toda alegría y todo sufrimiento encuentran como destino último las cenizas que flotan al infinito y la eternidad.
Aquella tarde salí de aquel fúnebre lugar y sentí ganas de llorar. Me consolaba la idea de que al fin se reuniría de nuevo con Carol Dunlop, cerrando así una hermosa “histoire d’amour”. Caminé por París cargando un luto que no alcanzaba a comprender del todo. Como involuntario flânneur, vagué por la ciudad, sin destino ni propósito alguno, presintiendo que cada imagen, cada gesto quedaría grabado en mi memoria, en mi biografía.
Toda muerte posee el aura de lo trascendental y posee una dimensión sagrada. Cada ser que muere ha sido un eslabón en la maravillosa cadena de la vida que se multiplica en este universo. Toda muerte, por nimia o trivial que nos parezca, es la historia de un “haber sido”, es tiempo florecido a la existencia, luz. Nadie muere en vano. Aceptar el dolor de la muerte, la de otros, la nuestra y la de todo cuanto existe como condición elemental de la vida, tal es el intersticio por donde se cuela la luz.
A veinticinco años de distancia, ha sido la música de Ryuichi Sakamoto, “The Unity of Life”, la que me ha traído la tristeza de la muerte, abriendo una puerta que, en vano, he tratado de olvidar, creyendo, ingenuamente, que fingir el olvido puede cerrar las puertas que alguna vez hemos abierto: Cuando has sido Rey en Narnia, eres Rey para siempre. De alguna manera, éstas líneas completan una misteriosa “figura” que comenzó en un pequeño departamento de la Rue Martel, en Paris, como si en este “ahora” se anudara, dándole forma a un dibujo para alguien en alguna parte.
Escribir sobre la muerte, impone la primera persona singular, ella nos concierne. Escribir sobre la muerte, pensar en ella, saberla inevitable, es uno de las tareas más difíciles de enfrentar, pues cada palabra es una lágrima. Sin embargo, llegada cierta edad resulta imprescindible como íntimo ejercicio espiritual para restituir a la vida su sentido pleno.
Hoy sí me siento capaz de estirar las manos y acariciar el rostro de mi amigo y brindarle un abrazo en ese mundo sin tiempo, para siempre. Vivir conociendo y aceptando la muerte con la serenidad del sabio, superando la tristeza, por difícil que pueda ser, sabiendo que los cronopios te acompañarán siempre en la danza multicolor y apasionada: vivir.
1 comentario:
Mon cher cronopio,
"No hay tiempo que perder, eres el último de tu generación en apagar el sol y convertirte en polvo...
No hay tiempo que perder en este mundo embellecido por su fin tan próximo...
Nada se pierde con vivir..."
(Enrique Lihn, Poema de un padre con su hijo de meses)
un poème qui aurait bien sûr aimé Julio, ton ami, si vivant dans sa mort, si brillant dans la vie
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