Son las palabras las que cristalizan las veleidades del tiempo y de la historia. Son ellas las que nos conectan con aquellos presentes diferidos que llamamos, convencionalmente, pasado o porvenir. Es así, todo Ahora nos impone la experiencia de un Otrora y la praesciencia de un advenir. De algún modo, la línea recta e inexorable del tiempo queda abolida y, entonces, lo que parecía una sólida pared se nos aparece como una superficie llena de pliegues y recovecos. Como involuntarios crono nautas, podemos aventurarnos a un punto lejano cuyo vértice es el aquí y ahora, pero que inaugura un cono temporal que nos permite escudriñar nuestro mundo como mera arqueología. Como gotas de un secreto elixir, son las palabras destiladas de tiempo e historia, las portadoras de aquellas voces que nos convocan.
A cien años de distancia, el Chile Bicentenario se nos aparece como un mundo que no alcanzó a superar muchos de los males del Centenario de la república. Si en 1910 la mitología aristocrática presidía un orden elitista, excluyente y profundamente injusto, en 2010 fue la mitología neoliberal la que imponía sus rigores con los mismos resultados lamentables. En aquel país bicentenario de 2010 todavía eran posibles aberraciones que hoy nos avergüenzan El Chile de 2010 era un país en que la codicia y el lucro ordenaban una sociedad en que una minoría acumulaba grandes fortunas y una gran mayoría era sometida a jornadas extenuantes y salarios míseros, que hoy se estudia dentro de las formas modernas de esclavitud humana. Hombres, mujeres y niños debían pagar por sus derechos básicos como la educación, la salud. La previsión social se convirtió también en objeto de lucro para grandes corporaciones. Como consignan los libros de historia, el presidente de la época fue, precisamente, un gran empresario. Muy pocos eran sensibles al dolor del prójimo y a la salud del medioambiente, mucho menos a cuestiones éticas que hoy nos parecen obvias.
La democracia para nuestros abuelos del siglo XXI, tenía un significado muy diferente al que entendemos en la actualidad. Lo que llamaban “democracia” era en verdad la práctica de una clase política cerrada y separada del tejido social al que decía representar. Todo estaba prescrito en normas y leyes que habían sido escritas por el dictador Augusto Pinochet y defendidas a ultranza por la derecha de esos años. De este modo, se producían discusiones bizantinas, discursos tan fútiles como insustanciales, mientras la mayoría adormecida por los medios vivía un mundo cotidiano carente de sentido. La política chilena, en aquella época triste, conoció sus momentos más infames. En aquel país, los límites entre la política y los negocios eran, en la práctica, inexistentes, arrastrando a Chile a episodios grotescos de enriquecimiento ilícito, conflictos de intereses y un largo etcétera que comprometió a conspicuos civiles y uniformados de aquel tiempo.
El Chile Bicentenario fue un mundo de impostura, todo consistía en guardar las apariencias. Muchos cómplices de atroces crímenes durante la dictadura de los últimos decenios del siglo XX, posaban de demócratas, impunes y soberbios. Los primeros doscientos años de nuestro país parecen haber conjugado la represión, con la seducción de los medios y, ciertamente, el espectáculo. Todavía nos conmueven las imágenes de 2010, y resulta difícil – a cien años de distancia - comprender cómo era posible que para la gran mayoría todo aquello fuese tan natural y moralmente aceptable.
No obstante, no todo en aquel Bicentenario fue tan oscuro. Hubo unos pocos que se atrevieron a soñar un porvenir distinto. Aquellos soñadores de antaño se atrevieron a lanzar una botella a esos otros océanos, con la certeza de que su mensaje llegaría un día futuro a aquellas playas de un mundo otro. Chilenos anónimos, trabajadores, mapuches, estudiantes, artistas, intelectuales: hombres y mujeres que mantuvieron encendida en sus corazones aquella luz que guía a los pueblos. A todos esos compatriotas les debemos este país más justo, más digno que celebra por estos días su Tricentenario. Cuando los ecos de los relinchos y cañones, cuando el agua del río Aconcagua ha lavado tanta sangre, cuando los tanques han cesado de escupir fuego, cuando en La Moneda ya no flamean las infernales llamas del ocaso…Cuando este septiembre Tricentenario repite tantas primaveras, entonces, abolido todo rencor sólo nos queda una dulce tristeza. Saber que en esta esquina del mundo se escribe una página de la epopeya humana, única y singular. Son las palabras que nombran la vida, las mismas que nombran la muerte. Son las palabras, destiladas de tiempo e historia las que forjan el corazón y los sueños de una nación.