La actual crisis económica mundial pone en evidencia dos aspectos insospechados: primero, se trata de un fenómeno inédito en la historia humana y, segundo, nadie sabe exactamente cómo salir de este atolladero, tal como ha quedado de manifiesto en Davos. Los síntomas son más que preocupantes, pues se ha producido la conjunción de una crisis alimentaria, una conducta errática en los precios del petróleo y, desde luego, una crisis financiera a escala global. La economía mundial ha perdido un cuarto de su riqueza en pocos meses.
Hace ya décadas que autores de la estatura de Braudel y Wallerstein nos advirtieron que el capitalismo marchaba hacia lo que se llamó un “sistema – mundo”, la era de un hipercapitalismo. Esta idea quedó, como tantas, en el plano teórico y los gobiernos siguieron fieles a sus políticas en tanto Estados nacionales, defendiendo sus intereses particulares. Pensar el capitalismo como una “economía –mundo” nos puede servir para comprender lo que acontece hoy.
El proceso de globalización de los mercados, anunciado por T. Levitt en los años ochenta, significó una “mutación antropológica” a escala planetaria. Junto a la expansión tecno-económica se ha producido un proceso de hibridación, gracias a la hiperindustrialización de la cultura, nunca antes visto, una “cultura global” que algunos llaman Cultura Internacional Popular. En pocas palabras, en el curso de tres décadas se ha hecho claro que el mundo entero comparte no sólo sus avatares económicos sino también sus problemas políticos y muchos de sus cánones culturales.
Esto significa que el planeta entero ha entrado en la fase de un “sistema – mundo”, tal como nos enseñaron los científicos sociales hace décadas. Basta pensar en los fenómenos migratorios en gran escala o en el calentamiento del planeta, para advertir el abismo en el que nos encontramos. Se trata, bien mirado, de un salto cualitativo o de un cambio de paradigma en el que conviene detenerse. Ante lo nuevo, las viejas ideas y concepciones resultan de escaso valor, acaso inútiles. En este sentido habría que “impensar”, es decir, practicar el pensamiento divergente, para conceptualizar lo que está sucediendo.
La actual crisis mundial del capitalismo se deriva, entre otros factores, de la rápida mutación tecno-económica y cultural que ha acelerado y virtualizado los flujos de capital en todo el mundo. Sin embargo, al mismo tiempo, se ha mantenido el orden institucional y jurídico concebido para regular el sistema. Es bien sabido que tras la Segunda Guerra Mundial se produjo el último gran ajuste del sistema internacional, creando instituciones como el FMI, y el Banco Mundial. La cuestión es que tales instituciones fueron concebidas en un mundo en que los actores convocados eran los Estados nacionales.
En la actualidad han irrumpido nuevos actores y nuevos espacios económicos globales, muchos de ellos completamente desnormativizados. Para explicarlo en términos muy sencillos: el capitalismo contemporáneo es un sistema fuera de control. No hay normativas ni instituciones de escala global capaces de regular los flujos virtuales de capital, sea que se trate de especulación financiera, sea que se trate de bienes o servicios. La expansión del capitalismo ha entrado en su fase global, pero el ámbito político mundial sigue anclado a una estructura arcaica y cada día más descompuesta. De poco sirve que Gran Bretaña tome medidas duras en el ámbito nacional y, ni siquiera basta que toda la Unión Europea o Estados Unidos adopten políticas enérgicas frente a la crisis. El desafío que plantea la actual crisis global de la economía sólo puede ser resuelto con una política mundial capaz de reconfigurar la regulación de los flujos a escala global.
Impensar la política mundial supone exigir un reordenamiento institucional y jurídico para el siglo XXI, en que se considere no sólo a los nuevos actores emergentes, sino, y de manera fundamental, los nuevos problemas que enfrenta la humanidad en su conjunto y el planeta entero: desde la pauperización y miseria de millones de habitantes en vastas zonas del mundo, hasta la degradación del medioambiente y la violencia insensata e irresponsable que se expande en diversas latitudes. Por vez primera en la historia humana, la crisis ya no es propia de tal o cual país, se trata de una cuestión que atañe al mundo en su conjunto.
Hace ya décadas que autores de la estatura de Braudel y Wallerstein nos advirtieron que el capitalismo marchaba hacia lo que se llamó un “sistema – mundo”, la era de un hipercapitalismo. Esta idea quedó, como tantas, en el plano teórico y los gobiernos siguieron fieles a sus políticas en tanto Estados nacionales, defendiendo sus intereses particulares. Pensar el capitalismo como una “economía –mundo” nos puede servir para comprender lo que acontece hoy.
El proceso de globalización de los mercados, anunciado por T. Levitt en los años ochenta, significó una “mutación antropológica” a escala planetaria. Junto a la expansión tecno-económica se ha producido un proceso de hibridación, gracias a la hiperindustrialización de la cultura, nunca antes visto, una “cultura global” que algunos llaman Cultura Internacional Popular. En pocas palabras, en el curso de tres décadas se ha hecho claro que el mundo entero comparte no sólo sus avatares económicos sino también sus problemas políticos y muchos de sus cánones culturales.
Esto significa que el planeta entero ha entrado en la fase de un “sistema – mundo”, tal como nos enseñaron los científicos sociales hace décadas. Basta pensar en los fenómenos migratorios en gran escala o en el calentamiento del planeta, para advertir el abismo en el que nos encontramos. Se trata, bien mirado, de un salto cualitativo o de un cambio de paradigma en el que conviene detenerse. Ante lo nuevo, las viejas ideas y concepciones resultan de escaso valor, acaso inútiles. En este sentido habría que “impensar”, es decir, practicar el pensamiento divergente, para conceptualizar lo que está sucediendo.
La actual crisis mundial del capitalismo se deriva, entre otros factores, de la rápida mutación tecno-económica y cultural que ha acelerado y virtualizado los flujos de capital en todo el mundo. Sin embargo, al mismo tiempo, se ha mantenido el orden institucional y jurídico concebido para regular el sistema. Es bien sabido que tras la Segunda Guerra Mundial se produjo el último gran ajuste del sistema internacional, creando instituciones como el FMI, y el Banco Mundial. La cuestión es que tales instituciones fueron concebidas en un mundo en que los actores convocados eran los Estados nacionales.
En la actualidad han irrumpido nuevos actores y nuevos espacios económicos globales, muchos de ellos completamente desnormativizados. Para explicarlo en términos muy sencillos: el capitalismo contemporáneo es un sistema fuera de control. No hay normativas ni instituciones de escala global capaces de regular los flujos virtuales de capital, sea que se trate de especulación financiera, sea que se trate de bienes o servicios. La expansión del capitalismo ha entrado en su fase global, pero el ámbito político mundial sigue anclado a una estructura arcaica y cada día más descompuesta. De poco sirve que Gran Bretaña tome medidas duras en el ámbito nacional y, ni siquiera basta que toda la Unión Europea o Estados Unidos adopten políticas enérgicas frente a la crisis. El desafío que plantea la actual crisis global de la economía sólo puede ser resuelto con una política mundial capaz de reconfigurar la regulación de los flujos a escala global.
Impensar la política mundial supone exigir un reordenamiento institucional y jurídico para el siglo XXI, en que se considere no sólo a los nuevos actores emergentes, sino, y de manera fundamental, los nuevos problemas que enfrenta la humanidad en su conjunto y el planeta entero: desde la pauperización y miseria de millones de habitantes en vastas zonas del mundo, hasta la degradación del medioambiente y la violencia insensata e irresponsable que se expande en diversas latitudes. Por vez primera en la historia humana, la crisis ya no es propia de tal o cual país, se trata de una cuestión que atañe al mundo en su conjunto.