viernes, 15 de agosto de 2008

Recuerdo de Julio Cortazar


En un viejo grabado que lleva por título “Gravure de Helleu” y al pie la nota “Marcel Proust sur son lit de mort”, se puede ver, en efecto, la cabeza de un hombre con barba que parece dormir. La figura adquiere todo su profundo patetismo al compararlo con un croquis en blanco y negro de Dunoyer de Segonzac, en el cual el cuerpo estirado sobre la cama hace evidente la muerte del escritor. La muerte es tristeza. La vida que es movimiento y sonrisa se nos aparece ausente. Sólo un cuerpo inerte que parece dormido y lejano. La muerte es dolor por ese ser que ya no está y que no estará jamás. De allí la radical soledad del que contempla la muerte, el que debe cargar con el recuerdo y la ausencia.

De algún modo, ese viejo grabado de Proust me trae a la memoria el largo cuerpo de mi amigo, Julio Cortázar, tirado sobre una cama, cubierto por una gruesa manta negra. Fue un día de febrero de 1984, en un segundo piso de un viejo edificio de departamentos. Era un día iluminado por el sol invernal de París. Llegué casi como un desconocido, el amigo chileno del cual alguna vez Julio le había hablado a sus más cercanos.

Me permitieron estar a solas en su cuarto por unos minutos. Hoy siento que esos breves instantes tuvieron lugar en otra parte, en alguno de los mundos paralelos que imaginó el escritor. Como en alguno de sus delirantes relatos fantásticos, había tenido la gentileza de invitarme a su propia muerte, siendo el anónimo protagonista de un secreto relato que se escribía en otras páginas y en el cual nadie reparó.

Su rostro dormido, como el de Marcel Proust, un rostro casi infantil que no me atreví a tocar estaba allí, quieto y absoluto. Como seres afectivos, la muerte nos hiere y nos consterna. Saber que nuestros seres amados, nuestros amigos deben, finalmente, transitar el río de cenizas sólo aumenta nuestra pena. Tal es la sabiduría profunda de una vida, saber que toda alegría y todo sufrimiento encuentran como destino último las cenizas que flotan al infinito y la eternidad.

Aquella tarde salí de aquel fúnebre lugar y sentí ganas de llorar. Me consolaba la idea de que al fin se reuniría de nuevo con Carol Dunlop, cerrando así una hermosa “histoire d’amour”. Caminé por París cargando un luto que no alcanzaba a comprender del todo. Como involuntario flânneur, vagué por la ciudad, sin destino ni propósito alguno, presintiendo que cada imagen, cada gesto quedaría grabado en mi memoria, en mi biografía.

Toda muerte posee el aura de lo trascendental y posee una dimensión sagrada. Cada ser que muere ha sido un eslabón en la maravillosa cadena de la vida que se multiplica en este universo. Toda muerte, por nimia o trivial que nos parezca, es la historia de un “haber sido”, es tiempo florecido a la existencia, luz. Nadie muere en vano. Aceptar el dolor de la muerte, la de otros, la nuestra y la de todo cuanto existe como condición elemental de la vida, tal es el intersticio por donde se cuela la luz.

A veinticinco años de distancia, ha sido la música de Ryuichi Sakamoto, “The Unity of Life”, la que me ha traído la tristeza de la muerte, abriendo una puerta que, en vano, he tratado de olvidar, creyendo, ingenuamente, que fingir el olvido puede cerrar las puertas que alguna vez hemos abierto: Cuando has sido Rey en Narnia, eres Rey para siempre. De alguna manera, éstas líneas completan una misteriosa “figura” que comenzó en un pequeño departamento de la Rue Martel, en Paris, como si en este “ahora” se anudara, dándole forma a un dibujo para alguien en alguna parte.

Escribir sobre la muerte, impone la primera persona singular, ella nos concierne. Escribir sobre la muerte, pensar en ella, saberla inevitable, es uno de las tareas más difíciles de enfrentar, pues cada palabra es una lágrima. Sin embargo, llegada cierta edad resulta imprescindible como íntimo ejercicio espiritual para restituir a la vida su sentido pleno.

Hoy sí me siento capaz de estirar las manos y acariciar el rostro de mi amigo y brindarle un abrazo en ese mundo sin tiempo, para siempre. Vivir conociendo y aceptando la muerte con la serenidad del sabio, superando la tristeza, por difícil que pueda ser, sabiendo que los cronopios te acompañarán siempre en la danza multicolor y apasionada: vivir.

jueves, 14 de agosto de 2008

Un leve y sutil hilo de seda

La magnifica inauguración de los Juegos Olímpicos en Beijing 2008 muestra los esplendores del montaje mediático en el siglo XXI, un tiempo en que el mundo entero ha devenido espectáculo. Hoy se sabe que los fuegos de artificio y la pequeña niña que entonaba un dulce himno no eran sino un “simulacro”, un logro a la Alta Tecnología Digital al servicio de una “performance”.

Desde la antigüedad, el espectáculo y la política han estado íntimamente ligados. Lo que hemos visto en Beijing 2008 hace evidente un fenómeno al que, casi sin darnos cuenta, ya estamos habituados: la hiperindustrialización de la cultura para públicos hipermasivos. Esto quiere decir que todo acontecimiento “histórico” sólo existe en cuanto es construido en lenguaje audiovisual para las pantallas del mundo; sea que se trate de las noticias, los personajes, las catástrofes o las modas.

Las autoridades chinas, muy al corriente de las nuevas claves culturales que se agitan en el mundo, han convertido la inauguración de estos Juegos Olímpicos, en una ocasión propicia para ofrecernos una “puesta en escena” que nada tiene que envidiarle a Disney World o a Hollywood. Más que sentirnos sorprendidos por los “efectos especiales”, cabe celebrar su virtuosismo estético y tecnológico.

La cuestión inquietante, sin embargo, radica más bien en la relación entre la dimensión estética del espectáculo y su alcance político. Hemos asistido a un mega evento transmitido al mundo entero en que las masas seducidas por los destellos celebraban alborozadas los logros de una China con vocación de gigante. Bajo el liderazgo de un partido único, con una estrategia de modernización capitalista, este país levanta la bandera del futuro.

Las masas poseen un doble rostro, por una parte representan la fuerza y la pasión modernas; pero al mismo tiempo muestran el espeluzno de la voz única, regimentada, que no admite singularidad ni disenso. La China de hoy, en efecto, acalla las voces que disienten, vigila y controla toda expresión política que se aleje de las directrices oficiales.

Hay un leve y sutil hilo de seda, imperceptible, que une este momento histórico con otro bien conocido: Berlín 1936. Un pueblo extasiado por un mañana que se prometía milenario. La magnificente puesta en escena estuvo a cargo de Albert Speer y los efectos visuales quedaron registrados para siempre por Leni Riefenstahl. Hoy sabemos cómo todo el espectáculo administrado por Goebbels adquirió el macabro tono ceniciento de los crematorios para acallar los lamentos de las víctimas.

La China actual está atravesada por paradojas y contradicciones, pues junto a sus inmensos avances tecno económicos, exhibe rasgos políticos ya desacreditados hace décadas en gran parte del mundo. La irrupción de una forma económicamente capitalista en un contexto militarista y autoritario, no es novedad. No olvidemos la especial amistad que unió siempre a las autoridades chinas con el gobierno de Pinochet, en Chile. Lo nuevo, quizás, es su instalación como espectáculo de masas en la era de la virtualidad digital.

Surge inevitable una inquietante pregunta sobre el plumaje que tendrán las aves incubadas en este “Nido de Pájaros”, al calor de la seducción digital de las masas, obnubiladas por la promesa de un destino luminoso en el mundo del mañana.


viernes, 1 de agosto de 2008

EL MERCURIO MIENTE

En el Chile oligárquico – liberal de 1900, a diez años de la derrota de Balmaceda, hacia su debut “El Mercurio” de Santiago. Con las armas de un periodismo moderno, le fue fácil desplazar a “El Ferrocarril”, emblemático periódico del siglo XIX, e instalarse como el “Decano de la prensa chilena” durante todo el siglo XX.

Hasta el presente, ha llegado a ser lectura obligada de izquierdas y derechas que lo tienen como punto de referencia del mapa político nacional. “El Mercurio” se jactaba, en los años setenta, de que hasta el mismo presidente Salvador Allende atendía a sus páginas. Si bien su pasado reciente es más que turbio, no cabe duda que en un momento de nuestra historia asumió el papel de “estado mayor” ideológico y político de la derecha chilena. Sus editoriales marcaron el curso de los acontecimientos en Chile. La sabiduría popular, anclada en el sentido común, lo ha reconocido desde siempre como un diario “momio”, imprescindible, no obstante, a la hora de poner “avisos clasificados”.

En la actualidad, aquel grito contestatario de los jóvenes de la Pontificia Universidad Católica, “El Mercurio miente”, se ha perdido como una lejana cita de los años sesenta. “El Mercurio” ya no necesita mentir, ya no se requiere utilizar las armas del lenguaje tendencioso al servicio de los poderosos. Pasaron los tiempos en que sus páginas conjuraban la conspiración para derribar gobiernos y ni siquiera requiere de un hipócrita recato republicano para revestir de legalidad a una deleznable dictadura. Como portavoz del capitalismo criollo y globalizado, “El Mercurio” de hoy ordena y prescribe un orden social y cultural; autoriza y sanciona la circulación del poder político y simbólico en Chile, configurando un imaginario conservador. “El Mercurio” ya no miente, significa.


“El Mercurio” ya no necesita mentir, pues, la sociedad chilena ya no se debate entre dos mundos posibles. El Chile actual es un universo paradojal en que los medios y las pantallas de plasma multicolor sólo remiten a un mundo monocromático. “El Mercurio” ya no necesita mentir cuando Chile entero se ha vuelto “mercurial”. En este sentido, el centenario Decano de la prensa chilena, como una voz solitaria, administra el tránsito de este pequeño rincón del mundo al capitalismo globalizado, cuyo sentido territorial y nacional se ha desvanecido en los flujos de redes digitales.

El lento e ineluctable declive de la ciudad letrada y republicana le otorga a “El Mercurio” una cierta pátina de monumento. Próximos al Bicentenario, cuando cualquier noción de República se desvanece, convertida en mero simulacro; cuando la idea misma de Democracia con mayúscula se desdibuja como pura “performance” medíatica y estadística; el otrora Decano de la prensa chilena sigue orientando a los capitalistas chilenos con los altibajos de las Bolsas, alimentando la crítica literaria, publicando sus fotografías en páginas sociales e inventando Chile, día a día.

“El Mercurio” ya no está en su edificio de la calle Compañía, en el centro de Santiago, sin embargo, está más presente que nunca. Es como si el gran diario del siglo XX se hubiese vuelto invisible a los ojos de los transeúntes. Al igual que el Chile de hoy, donde el imaginario del consumo ha disuelto todo antagonismo, toda pasión y toda utopía. Ya no es posible ver a “El Mercurio” en aquella histórica esquina de la capital, junto a los Tribunales de Justicia. Hoy sólo se erigen allí unas viejas paredes que delimitan un sitio baldío, un espacio vacío donde se acumulan escombros y que algunos malos ciudadanos utilizan para depositar basura.